Publicado en la revista Cartel Urbano
Puedes ver la serie fotográfica que acompaña a esta crónica aquí.
Alguna vez dijo Pilar Castaño que cada prenda cuenta una historia y que esa es la historia de la moda. Esta crónica va tras el rastro de las historias que rodean la ropa de segunda mano que se vende en las calles bogotanas, en roperos y en la emblemática Plaza España, y permite ver, además de un entramado colonial y desigual, el rigor de trabajar en los márgenes.
Vea la tela. Pero vea la tela, le dice Yanier al ciclista. Calidad. Sin bajarse, con uno de los chocles aún fijado al pedal, el ciclista corrobora que la badana negra de segunda mano está intacta. Calculo mientras presencio la negociación que la licra con cojín en la entrepierna, nueva, cuesta unos sesenta mil pesos. Yanier le pide quince mil y sé que un regateador obstinado podría hacerlo llegar hasta los diez mil. No estoy muy seguro de si la licra hacer parte de su mercancía o de la del vendedor de al lado. Acá a veces sucede así: si alguien se ausenta, la vecina o el vecino le atiende el puesto. El ciclista se toma su tiempo para examinar la prenda. La estira. Se la acerca con cautela al rostro y la huele. Mete una mano por la manga y la voltea. Revisa las costuras. Verifica el estado de la almohadilla protectora. La voltea otra vez. Practica la duda con severidad. Parece que lloverá. Algunos vendedores cubren la mercancía con plásticos. Con la amenaza de lluvia, el ciclista se marcha sin comprar nada.
Yanier trabaja hace tres años en este sector y, supongo, ya está acostumbrado al bananeo perpetuo de personas como el ciclista. Yo mismo lo he hecho y no es algo que me enorgullezca: llevo un año pasando por aquí y le he preguntado en varias ocasiones a este hombre de voz ligera y bigote espeso por chaquetas que me cautivan a primera vista (un ejemplo reciente: una de denim oscuro y grueso con los bolsillos delanteros redondeados, corta y de corte ajustado, bellísima, por quince mil pesos) pero no las llevo por indeciso. O por tacaño.
Yanier arrastra los domingos y días festivos, desde un local en la carrera diecisiete con calle catorce hasta la Biblioteca Nacional, varias maletas llenas de ropa. Antes guardaba la mercancía por la zona donde vende, seis mil pesos le cobraban por la semana, pero decidió irse a La favorita porque allá paga diez mil mensual por todo el surtido que tenga. Al llegar en la mañana, se instala en los peldaños que dan entrada al edificio y se entrega a una rutina de tira y afloje con posibles clientes que llegan a hacer gala de sus habilidades para el regateo. Yo vengo desde Soacha, me dice Yanier: le dejo cinco mil pesos a un man para que me cuide el puesto desde la noche anterior para yo no venir a quedarme, entonces él viene, pone unas piedras acá, unos bloques y unos ladrillos, se va para el carrito, a la zorra, y ahí ya lo respetan a él: cuida el mío, el de él mismo y por ahí dos más. Miro hacia la carrera séptima y miro luego hacia la quinta: alta densidad comercial: parece no existir un margen entre cachivachero y cachivachero.
Todo lo que es zapatos, ropa, radios, me dice Yanier: todo eso son cachivaches.
¿De dónde sale toda esta ropa de segunda mano que desborda los andenes? ¿De dónde sale el insumo de un negocio global que según los informes y los medios que consulto vale más de cuatro mil millones de dólares? ¿Cómo se llega al menos a mil dólares a punta de jeans de cinco mil pesos colombianos y camisetas de mil? Sé algunas cosas del ámbito mundial: por ejemplo, que en varias ciudades españolas se instalaron unos contenedores al filo de los andenes para donar ropa usada y que parte de esa ropa, la que no es destinada a convertirse en picadillo o espuma para rellenar cojinería, termina en mercadillos de India, África y Latinoamérica. En España ha habido investigaciones porque al parecer algunas de las oenegés que supuestamente hacen estas recolectas de la ropa no existen y la manera de exportación es sospechosa. En Cocentaina, “la capital europea de la ropa usada”, provincia de Alicante, se vende un kilo de ropa usada por treinta o cuarenta céntimos de euro. Andrew Brooks cuenta en su libro Clothing Poverty: The Hidden World of Fast Fashion and Second-hand Clothes que las camisas blancas que desecha Reino Unido terminan, por lo general, en Pakistán porque se han hecho apetecidas entre los abogados, también que las chaquetas para el frío intenso terminan en Europa del este y que los calzoncillos ingleses usados van a parar a países africanos. Es así como el “primer mundo” se deshace de lo que ya no quiere: otras rutas por las que nos llegan lineamientos estéticos occidentales. Ya en 1993 había en Colombia una molestia con la importación de ropa usada porque aunque el desaparecido Instituto Colombiano de Comercio Exterior no estaba otorgando licencias, almacenes del norte y de Chapinero vendían ropa que llegaba en barco desde Los Ángeles. Según un informe publicado ese año por Carlos Gaitán en El Tiempo, <<el director del Incomex, Leonardo Siccard, comentó que esta alternativa no se ha contemplado (frenar la importación) porque se cerrarían las puertas para las donaciones de ropa que hacen entidades internacionales, y que han aliviado la situación de los damnificados de grandes tragedias, como la de Armero>>.
Mientras el comerciante callejero me explica que en El septimazo la policía molesta mucho más a los vendedores por la existencia de la ciclorruta y por el flujo de personas, me voy dando cuenta de que las cifras internacionales de la ropa de segunda son miopes acá en el asfalto bogotano, donde uno se agacha y esculca en cerros de tela y polvo y tesoros y ácaros. Los cachivacheros con los que hablo me resultan tan lejanos de los contratos con barcos y las importaciones.
Yanier me explica con aire agotado que hoy tiene buena mercancía porque ha sido un tipo precavido: Yo tengo todo este surtido porque he venido comprando con tiem…
Lo miro.
Silencio.
Se quedó dormido y me preocupa. He sabido de gente con narcolepsia que tiene accidentes. En medio de las tensiones que suponen la venta callejera hay que estar muy despierto. Es un mediodía oscuro: la advertencia en el cielo: el viento frío arrastra hojas secas. El cuerpo del cachivachero se empieza a rendir, vértebra a vértebra, ante la gravedad. Un espasmo. Una sensación de caer al vacío. Yanier abre los ojos y me devuelve la tranquilidad. Me dice: Es que anoche me tocó trabajar en vigilancia, no dormí sino tres horas.
*
Walter Benjamin dijo esto sobre el Angelus Novus de Klee: <<Así se imagina uno al ángel de la historia (…) La tempestad lo conduce irresistiblemente al futuro al que le da la espalda, mientras la pila de escombros crece hasta el cielo. Esta tempestad es lo que llamamos progreso>>. Pilar Castaño, la periodista colombiana especializada en moda, dijo esto en una entrevista en la que habla sobre la ropa de segunda mano: <<Cada prenda cuenta una historia y esa es la historia de la moda>>.
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Se vende barato, me dice Marina: acá se vende bien pero bien barato. Un muchacho con la visera de la gorra deshilachada hace un megáfono con las manos ahuecadas: ¡barato, barato, barato, barato! Vendo prendas a mil, dos mil, tres mil, me dice Marina: porque acá viene a comprar ropa la gente que está mal económicamente, gente que ve que un pantalón todavía tiene modo de usarlo, que aguanta más. Marina empezó a vender hace tres años frente a una de las entradas del Mercado de San Alejo, diagonal al Museo de arte moderno. Me dice: La gente de adentro (del pulguero) se queja de que acá regalan las cosas y que hay mucha vaina, mucho cachivache y mucho vendedor y que eso los perjudica a ellos porque dejan de vender, porque ellos pagan por los puestos y dicen que esto los perjudica.
En cinco, mi amor. En cinco se las dejo. Esas son las suyas. No lo piense tanto.
Me mira: Espere ya le sigo contando.
No lo piense tanto. Les compra unas plantillitas y ya.
Un colombiano gasta cerca de seiscientos mil pesos en promedio en ropa al año, ha explicado públicamente Camilo Herrera, fundador de Raddar, una empresa de estudio de consumo y consumidores. La cifra me provoca algo entre la incredulidad y el desasosiego. Leo en El Tiempo: <<El 2019 fue un buen año para el gasto de los hogares, donde en promedio una persona compró 28 prendas, una más que el año anterior>>. Según estas lecturas del gasto indumentario, mensualmente una persona que va a almacenes de cadena compra más de dos prendas al mes dentro de la dinámica de las estaciones —imaginarias en estas latitudes del trópico— de la moda rápida. La moda rápida: economías de escala y lineales, ropa barata al alcance de la clase media, hiperconsumo, prendas de mala calidad fabricadas en condiciones laborales que muchas veces rayan en la esclavitud moderna y que tienen costos medioambientales impagables.
<<Esta tempestad>>.
La moda rápida es asequible, nos permite renovar el clóset. Y los clósets, por su puesto, tienen un límite.
Yo trabajo haciendo aseo en apartamentos, me dice Marina, retomando: entonces las señoras escogen así a mitad de año, escogen ropa y zapatos y regalan, ya lo que no utilizan lo cogen y se lo regalan a uno. Esta es, en buena medida, la materia prima del negocio de Marina, aunque también tiene unas vecinas en el barrio que montaron una compraventa y a ellas les compra camisas en buen estado a dos mil pesos para venderlas a tres mil frente al pulguero. Mi marido trabaja en un conjunto limpiando un shut, me dice Marina: un shut, donde botan la basura, él hace el aseo del shut y deja las canecas limpias. La gente de los conjuntos bota muchas cosas, me dice: maletas, ropa, cosas que no usa y están en buen estado, entonces lo que trae él es porque lo han botado.
<<Esta tempestad es lo que llamamos progreso>>.
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Paso por la Plaza de las nieves buscando la bonanza mercantil que la caracteriza y todo lo que encuentro es un gozque color melcocha espatarrado sobre la tableta roja, con la mirada aletargada puesta en la iglesia, rodeado de palomas que picotean el piso. ¿Dónde está el hombre de gafas sport y gel al que le compré aquel libro de crónicas por tres mil pesos? ¿A dónde fueron a parar las zorras cargadas de ropa usada que parquean acá? ¿Qué pasó con la fragancia, la mixtura aromática de anís, tinto y leño carburado que me prepara para un —muy recomendado— viaje en el tiempo entre corotos, porcelanas, peluches, discos compactos, carritos a control remoto, vinilos, chaquetas? Soy el gif de Travolta.
Jairo aparece una cuadra más arriba, sobre la séptima peatonal, para liberar mi alma de soledad. Tiene todo el surtido muy bien acomodado y alineado a sus pies. Los pantalones han sido doblados a dos tiempos con método. Me dice que la policía estuvo molestando esta mañana, que hizo levantar a mucha gente. Que él quitó solo unas prendas y esperó a la ley como quien aguarda el aguacero a medio vestir. Y ahí sigue, expectante. Un hombre se mete en nuestra conversación, lleva hablando rato a nuestro lado. También vende corotos en el piso. Pensé que hablaba solo, no he podido seguirle el hilo. Su voz se asoma intermitente entre una cortina de humo de mazorca: Y si nos quitan toda esta vaina, la botan en una bodega por allá, entonces uno va y reclama y se da cuenta de que ya perdió (…) darnos un sitio de trabajo, capacitarnos primero (…) tumbar barrios, quieren hacer edificios gigantes como aquel y tumbar barrios.
En la calle lleva veinte años, Jairo. Soy electricista profesional, dice: cuando me salen trabajos me dedico a los trabajos pero entonces los fines de semana saco y vendo, no solo vendo esto, la ropa, con la ropa ya son cinco años, pero son muchos años con puestos de dulces, de varias cosas, en la calle, venta de cigarrillos. Ayer, desde las ocho de la mañana y hasta el ocaso, Jairo solo vendió cuatro mil pesos y hoy en medio día apenas bajó bandera con una correa de dos mil. Vive en Bosa, tiene sesenta y cinco años, se mueve en Transmilenio, cuyos pasajes de ida y vuelta suman más de cuatro mil pesos, por supuesto. Como a Yanier, le toca negociar hasta el agotamiento con las personas que se muestran interesadas en su mercancía: hijas e hijos de la cultura del descuento. Dice Jairo: Hasta dónde uno cede y hasta dónde ellas pueden aprovechar la oportunidad, es que uno es esclavo de estas ventas, ayer a mi compañero le robaron una chaqueta que era la prenda más costosa que tenía, una chaqueta de segunda que estaba bien, una chaqueta bonita, negra, el hombre se descuidó y se la llevaron. Veinticinco mil pesos estaba pidiendo por la chaqueta.
A Jairo no le regalan la ropa que vende, tampoco la consigue en shuts. Después de las siete de la noche llegan personas acompañadas por las sombras a ofrecerle artículos de todo tipo. Que tengo unos tenis, que tengo un pantalón, tengo no sé qué, me dice: son personas de la calle y traen algo que de pronto a uno le interesa, entonces venga, se le compra. Y Jairo tiene que tener plata para surtir, para rotar la vitrina, para alimentar la oferta, no solo para pasajes y comida. Hay ropa que dura meses y meses de un lado a otro con uno, me dice: se ensucia, cuando llueve la ropa se vuelve una nada.
<<Cada prenda cuenta una historia>>.
Otro día me encuentro, subiendo por la calle veintitrés, a Germán. Me dice: Yo no soy tonto para el reciclaje, yo no me meto de cabeza a una caneca por cualquier pantalón que botaron, veo si está empacado, si no huele mal, que sea ropa presentable, yo no recojo revueltos de ninguna parte.
Me lo explica sentado en un andén, dándole la espalda a su negocio. Me da la impresión de que le gusta que nos hayamos encontrado de nuevo. Esta es quizás la cuarta vez. Le gusta, supongo, hablarme sobre cómo empezó a meditar después de varias apariciones marianas que ha tenido y después de ver un arcoíris triple cruzando el cielo del barrio Egipto, o sobre cómo fue capaz de vender por veinte mil pesos un átomo giratorio que fabricó con pin pones y motores de carros de juguete. Los relatos de Germán me han hecho entender el rigor de este oficio: el rigor de trabajar en los márgenes.
Yo empecé a vender porque un hermano mío trabaja por aquí de cachivachero, me dice: yo era obrero de construcción, trabajaba como ayudante de construcción, o en carpintería, o en ornamentación, entonces mi hermano me dijo que me fuera a San Francisco Compartir, y allá viví con él pero como usted sabe que uno no es ñero, empezaron a decirme que yo era un tonto que no sabía salir a reciclar a la calle, y yo ya estaba grave y ese man que jode, le dije pues camine a ver, vamos a ver qué es lo que usted dice. Para Germán lo más importante son sus votos espirituales, la relación mística con lo inmaterial, la elevación de su alma en medio de la pobreza, aspirar al misterio divino, por eso se dibuja a sí mismo con tonsura, rapado como si fuera un monje, y también con una coleta que representa su cercanía al pensamiento krishna. Mire cómo estoy vestido, me dice: yo sé que físicamente tengo defectos, esta vestimenta la llevo por necesidad, yo en realidad soy un novato para la delincuencia y la brujería, pero dios no le para bolas a este cuerpo ni a la ropa que uso.
<<Cada prenda cuenta una historia y esa es la historia de la moda>>.
Se mueve por el norte de Bogotá en busca del insumo de su rebusque callejero. No tiene con qué comprar la ropa, como Jairo o como Yanier —cuando pueden—. A sus cuarenta y ocho años, Germán no tiene triciclo para el reciclaje, se desenvuelve con un pequeño carro de mercado de dos ruedas plásticas al cual le ha dibujado un yin yang dentro de un pentágono. No recoge ni botellas, ni cartones, ni cobre. La otra vez me salieron dos bultos de ropa de mujer, me dice Germán: pero eso es cuando la liga uno porque ya no dejan botar nada a la calle y eso es algo que quiero recalcarle a usted, lo que antes era un reciclaje de ñero, de locos, de personas que como yo tienen que caminar hasta las cuatro de la mañana para lograr algo, ahora es un reciclaje puerta a puerta y se lo dan del edificio directamente a un man de un camión.
Miro el puesto de Germán con detenimiento, quiero apreciar sus hallazgos. Seis pantalones, dos de ellos son de lino, uno de rayón bastante formal. Tres blusas de mujer de las que, según me explica, mejor se mueven en esta zona. Un jean claro. Seis pares de tacones. Dos carteras de cuero. Tres marcos ornamentados, uno con todo y la foto. Hay también entre el surtido lo que creo es un estabilizador de energía. Un manojo de cables a un lado y un par de cargadores para Android al otro. Unos tenis Reebok blancos, un abrigo pesado, una salida de baño. Toda esta variedad me hace pensar en el ropero del Minuto de dios, al occidente de la ciudad, que funciona como un programa de consecución, recepción y distribución de prendas de vestir y artículos para el hogar en buen estado y que en diciembre de 2019, la última vez que pude ir, vendió a mil pesos la pieza. Para ingresar al ropero en el que no solo hay ropa, cada persona —en su mayoría mujeres, algunas con sus niños en brazos— debía pedir una ficha, hacer la fila y esperar el turno. Una vez adentro, tenía veinte minutos para comprar.
A veces sale ropa de marca, dice Germán: ropa moderna, de la otra casi no se vende, por ejemplo, estos son de buena marca, son originales, mire, uno va y mira y valen doscientos cincuenta mil, acá los puede vender uno a veinte, cuando los pagan bien. Yo una vez lo vi a usted en Plaza España, le digo. Ah, sí, me dice: andaba haciendo una vuelta con unos zapatos. Mientras Germán me explica que de lo que más buscan es el jean Levi’s, y quizás estimulado por toda su aura metafísica, me invade de nuevo, como un recuerdo ruidoso, como una extraña advertencia, la voz del hombre que se metió en la conversación que yo tenía con Jairo: Quieren hacer edificios gigantes (…) esas chaquetas las llegan a ofrecer acá a dos mil pero (…) tumbar barrios (…) en Plaza España las venden en quinientos o mil pesos (…) tumbar barrios.
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La última vez que me despedí de Germán sentí un impulso de decir algo reconfortante. Aquel día como siempre le agradecí por contarme sobre sus andanzas y sobre sus sistemas de creencias. Pero cuando me estrechó la mano esa tarde nada se me ocurrió. Tíreme la liga, me dijo. Le di un billete en retribución por su tiempo. Descendí por la veintitrés rasguñando el fondo de mi cabeza, intentando encontrar algo para devolverme y decirle. Fue un domingo de enero. Ya en mi casa, me estrellé con estas palabras de Hiromi Kawakami: <<Si siempre estás rodeado de lugares familiares y llevas ropa que te sienta bien, empiezas a fundirte progresivamente con la sociedad>>. Espero volver a ver a Germán.
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Vino un señor que se llama Adolfo, un mexicano, me dice La chiqui: estaban haciendo esta serie Narcos, él y la gente con la que vino compraron muchísima ropa, y cuando se fueron me dijo Adolfo, tú eres la única persona que me ha entendido lo que quiero, es que les vendí muchísima ropa, blusas de época, pantalones de tiro alto, muchísima ropa. Se llama Sandra pero en Plaza España, mi última parada en este trasegar cachivachero, le dicen La chiqui. Su local no supera los dos metros cuadrados y dentro apila bultos casi hasta el techo. Se siente el vértigo al mirar hacia arriba y una angustia que trepa por la nuca al pensar en un desplome. Eso se compra por toneladas, me dice: es como los tamales, usted compra los bultos amarrados y ya es de dios qué ropa le salga. La chiqui compra a veces en fundaciones, me explica, en ancianatos. Hay gente que guarda la ropa como si fuera el super tesoro, me dice: las abuelas casi no sacan la ropa y cuando la sacan, sacan cosas muy muy buenas, la mayoría de personas lo que piensan es que esto es ropa vieja, no valoran y yo les digo no, no, esta prenda tiene cuarenta años y hay que dar el valor a la prenda y a la persona que la usó, porque ya es difunta.
La chiqui tiene treinta y nueve años, diecisiete en el negocio de la ropa de segunda. Me invita a la bodega, ubicada a tres cuadras del local, un parqueadero que comparte el método de apilamiento con su puesto del centro comercial. Cuando le llega mercancía, llega también el trabajo más fuerte. Separamos, me dice: porque yo vendo de todo, digamos vendo ropa de época, vendo también ropa para trabajo, ropa para niños pobres, porque en el campo las personas tienen cinco o seis niños, entonces llega gente y me dice que necesita ropa para vender en el Tolima, en Huila, en el Amazonas, en el Guainía, en Ecuador. En la clasificación de la mercancía, ella y Mario, el venezolano que tiene empleado, con guantes y tapabocas, se demoran varios días. Esto es desgastante, me dice Sandra: quedo cansada de las manos, de los brazos, porque no son diez bolsas sino doscientas bolsas.
Lo que me sobra se lo regalo a los habitantes de la calle o a los recicladores.
Las muñecas de la mafia, me dice La chiqui: esa creo que fue de las primeras, cuando las chicas eran pobres, arrancando, en los años ochenta, esa ropa fue de la primera que vendí para la televisión. Según me explica, ella abasteció la indumentaria de buena parte del reparto. Luego vino una novela de Diomedes Díaz, me dice también: ellos vinieron a conseguir ropa acá, eso fue con Giovanny, que trabaja en Caracol, y es que cuando van a hacer una novela vienen a buscar doscientas, trescientas prendas y no tienen que preocuparse porque acá está, ahora por ejemplo van a hacer una película, creo que es sobre la cárcel Modelo, sobre unos españoles, entonces vino una chica, Diana Montes, y vino buscando no solo para vestuario, sino también para ambientación (la utilería), necesitan que haya cuerdas con ropa. Para la película, me cuenta Sandra que le tomó ocho días encontrar la ropa. A mí La flaca fue la que me enseñó, me dice La chiqui: me dijo que me metiera en el ADN de la ropa, en su época. Me doy cuenta, unos días después, de que La flaca es Luz Helena Cárdenas, una de las diseñadoras de vestuario de mayor recorrido en el sector audiovisual del país, involucrada, entre otras, en las películas Rosario Tijeras y Satanás. Es una persona supremamente exigente para la ropa, me dice Sandra: muy detallista, con ella fui aprendiendo, también empecé a ver las fotos familiares, los álbumes, para conocer más a fondo cómo se usaba la ropa.
La chiqui hoy, después de todo este tiempo, de ganar cancha con vestuaristas y diseñadores, tiene compradores incluso en La hormiga, Putumayo. Yo tengo clientes de la tele que se van que para Medellín, me dice: que para Neiva, a otras ciudades a grabar, y estando allá desafortunadamente hay cosas que no consiguen, entonces me llaman, me mandan fotos, y tengo doce horas para conseguir lo que están necesitando. Muchas de las personas que venden ropa de segunda en la calle la piden regalada, me dice La chiqui: van a las casas, golpean, también hay personas que vienen y compran acá. La chiqui tiene otro cliente, me explica, que trabaja con la revista Vea. Se llama Servando Díaz, me dice: él hace todo eso de ballet y trabaja con esta ropa para personas que necesiten un alquiler, a veces buscan es para transformar, la ropa para transformarla, buscan es las telas, que sea ropa de época.
Qué días vino mi flaquita, dice La chiqui: venía buscando zapatos para niños pobres.