Este es el texto que acompaña a la serie galardonada en el Premio de fotografía ciudad de Bogotá 2020. Puedes ver las fotografías aquí.
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Los gitanos transportaban objetos cargados de historia. Si revisamos la literatura nacional, fueron los gitanos quienes llevaron a Macondo la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Una forma efectiva de poner en movimiento el conocimiento: ampliar la perspectiva del mundo al reducir las distancias culturales. En pleno comienzo del año 2020, y como si se aferrara a una antigua práctica nómada, un hombre de Soacha tiene como oficio hace más de tres años arrastrar varias maletas llenas de ropa y corotos desde un local en la carrera diecisiete con calle catorce, en La Favorita, hasta las escaleras de entrada de la Biblioteca Nacional de Bogotá. Hace lo mismo cada domingo y lunes festivo y entre semana se dedica a la celaduría. Paga una mensualidad de diez mil pesos en el local para que le guarden todo el surtido que tenga. Al llegar en la mañana, le paga otros cinco mil a la persona que le cuida el puesto durante la noche, así él, a sus casi sesenta años, no tiene que pasar la noche a la intemperie para lograr un espacio comercial informal en el andén, el cual cubre con una lona y convierte en su vitrina. “Él cuida el mío, el de él y por ahí dos más”, dice este hombre de bigote apretado. Más abajo, sobre la misma calle veinticuatro, arriba de la carrera séptima, una mujer atiende sentada en el piso otro puesto callejero en compañía de su perro gozque: se especializa en juguetes de otras épocas, aunque también vende ropa de segunda mano. A su lado una anciana ofrece una tornamesa polvorienta, funcional y hermosa, una silla victoriana, carteras confeccionadas en el siglo pasado y cinturones. Trajes de sastres bogotanos en el piso junto a chaquetas deportivas estadounidenses. Del otro lado de la calle un cachivachero, como se hacen llamar estos comerciantes de los andenes, vende un libro usado de Pilar Quintana en tres mil pesos, aunque su surtido no se reduce a las novelas contemporáneas: hay también en su puesto controles de Play Station, vasijas de cobre, tenis, cubiertos, figuras de porcelana. Y cada domingo y lunes festivo, personas de distintas latitudes del mundo y el país avanzan como pueden entre el caudal de cuerpos que fluye calle abajo: parecen atraídos por el imán de Melquíades pero lo que en realidad los estimula a visitar esa zona del centro de la ciudad es ese intercambio cultural que hace años desbordó el parqueadero designado para el Mercado de las pulgas de San Alejo, en la calle 24 entre carrera 7 y 5, y se tomó los andenes.
Esta serie fotográfica, anclada conceptualmente a esa continua y casi gitanesca búsqueda de un lugar para desarrollar una actividad económica y cultural, mira las maneras en las se establecen relaciones y negociaciones con los objetos antiguos, la ropa usada, los artilugios importados y demás cachivaches en varias calles del centro de Bogotá por parte de personas que no acceden a un puesto dentro del pulguero San Alejo, constituido en 1987 en el Chorro de Quevedo, trasladado dos veces y declarado en 2005 por el Concejo Distrital actividad patrimonial y de interés cultural. Las tensiones sociales propias de estos pulgueros en los andenes, el conflicto y el afianzamiento de relaciones personales, así como la consolidación de una economía de supervivencia a partir de la apropiación de la calle a pesar de un tira y afloje interminable con la legalidad, permiten apreciar el vínculo entre patrimonio cultural y el rigor de la vida en los márgenes: una forma de vida muy extendida en América Latina en beneficio de políticas elitistas. Una de las mujeres que vende prendas de vestir a mil, dos mil y tres mil pesos justo frente a una de las entradas del pulguero San Alejo explica que “la gente de adentro se queja de que acá [en la calle] regalan las cosas y que hay mucha vaina, mucho cachivache y mucho vendedor y que eso los perjudica a ellos porque dejan de vender”. Desde hace tres años ella vuelve cada fin de semana a su puesto de ropa usada y cachivaches porque ni su trabajo entre semana como trabajadora doméstica ni el del su marido, dan abasto para cubrir los gastos que suponen una vida digna. “Uno es esclavo de estas ventas”, dice otro vendedor que extiende sus corotos en el Septimazo. “Ayer a mi compañero le robaron una chaqueta que era la prenda más costosa que tenía [a la venta], una chaqueta de segunda, una chaqueta bonita, negra, el hombre se descuidó y se la llevaron”. Resulta importante recordar que aunque los gitanos eran los encargados de llevar a Macondo la cultura y la ciencia con nuevos objetos y artefactos, una actividad que les otorgaba mistisismo y respeto, Melquíades, el gran gitano, cargaba no solo con el peso de esos cachivaches, sino también con los problemas de la vida cotidiana. Hoy, más que nunca, la idea de patrimonio cultural debe estar relacionada con los mayores desafíos de la humanidad y mirar de frente urgencias como la desigualdad y la pobreza.