Un santuario es una obra silenciosa

Publicado en la revista Cartel Urbano

Un viaje por Suesca, Chía, Zipaquirá y La Calera que nos lleva hasta terrenos en los que, aun rodeados de la industria láctea y los mataderos, rescatan y protegen animales de granja. Un ensayo fotográfico que busca la mirada de esos ojos.

Pocas veces se pone uno a diseccionar el paisaje. El paisaje es un todo y se consume asimismo en la mayoría de los casos. Como se muerde una torta, a pesar de sus capas. La belleza del altiplano cundiboyacense es una, incuestionable, a pesar de sus capas y de muchas de las prácticas que allí se dan. Hay, además de las casas, la gente del campo, las cercas o las vallas electorales, algo más, además de la flora, mimetizado en la idea de lo bello: algo que de vez en cuando se mueve, cuando puede. Algo —qué mal decir algo— que parece tener vida y voluntad propia.

Una vez tuve de frente ese algo que hace parte de lo bello —y no es bello, en realidad—. Sentado junto a María, frente a una casa campesina en Suesca, nos resultó imposible ignorarlo, fundirlo con la montaña y la pradera. Muy cerca, detrás de una cerca electrificada, había un becerro amarrado a una estaca con un lazo que no superaba los dos metros. En ese pequeño perímetro cagaba, orinaba, dormía y, cuando había, tomaba agua el animal. Sin una línea de sombra. Bajo un sol ininterrumpido después de una noche que alcanzó los cuatro grados centígrados. Su madre estaba del otro lado del establo, con la ubre templada y surcada por venas hinchadas.

—Es que si lo suelto va y le roba la leche a la mamá.

El campesino me lo dijo sonriente, convencido. Luego me explicó que saca cerca de cincuenta litros diarios entre las nueve vacas lecheras que hay en la parcela. Al becerro rubio amarrado, al ladrón de pocas semanas de vida, le da un litro al día.

Colombia es el cuarto productor de leche de Latinoamérica. Cada colombiano bebe al año cerca de seiscientos vasos de leche. Dice además la página de Procolombia, invitando a la inversión internacional, que este es un país con una posición privilegiada porque ocupa el puesto quince entre los productores del mundo. En Colombia se toma tres veces más leche que en los países desarrollados.

—Acá comen bien —agregó el campesino aquella vez como para que me quedara tranquilo—. Eso comen harto los animalitos. Los pollitos comen harto. Para los pollos por ejemplo mezclamos el maíz con concentrado y con caldito de pollo.  

Extrañaré el aroma a eucalipto y pastizal que solía tener mi idea ingenua de libertad. No podré ver nunca más un todo-belleza-indiscutible en el paisaje de un país donde los pollos comen pollo.

*

—Si los animales tuvieran religión, el humano sería el demonio —me dijo Chucho Merchán, el músico colombiano que tocó con David Gilmour y que en 2009 decidió volver al país para dedicarse al cuidado de los animales y la música animalista—. Somos lo peor que les ha podido pasar.

A Chucho me lo encontré en el centro de Bogotá, durante una manifestación contra la tauromaquia. Me habían dicho que él tenía un santuario en La Calera para animales de granja rescatados. Me dijeron, además, que el santuario se llamaba Aluna. Me mostraron también una foto en la que salía con otras dos personas que también tenían espacios para el mismo fin en Cundinamarca. Chucho tiene sesenta y siete años y un terrero de veinte fanegadas (mil doscientos ochenta metros cuadrados) dispuesto para que cincuenta animales tengan una vida con condiciones más o menos parecidas a las de su entorno ideal. Cinco llamas, seis cabras, dos caballos, dos gallos de pelea, una oveja, entre otros. Tiene en sus brazos tatuados un tigre, una gallina, un cerdo, una vaca.

—Son mi familia interespecie. El primer animal que llegó a mi vida fue un gatico que murió de cáncer. Se llamaba Hendrix. Por Hendrix me convertí en músico y por el otro Hendrix comencé toda esta lucha.

En territorio colombiano está el cuarto hato ganadero más grande de América Latina. Son más de veinte millones de bovinos criados para la industria cárnica. Se lee en distintos informes que el país se destaca por tener una de las genéticas con más alta calidad del mundo. La carne colombiana se come en Rusia (con exportaciones por USD 11,9 millones), Jordania (USD 21,7 millones), Líbano (USD 17,1 millones), Egipto, Angola, Perú, Emiratos Árabes Unidos y Chile.

Un colombiano come en promedio cerca de veinte kilos de carne bovina al año.

Con estas cifras, el esfuerzo de Chucho —su lucha, como él la llama— y de las personas detrás de los cuatro espacios de rescate animal que visité, puede parecer agotador y doloroso.

 —Los animales han vivido desprotegidos toda la vida. Desde que tenemos memoria los hombres hemos sido unos abusadores, unos canallas con los animales: yo voy a entregar mi vida a su protección.

*

Me quedé pensando en el problema semiótico. En el animal como un símbolo. En lo que el paisaje —mirar el paisaje como un todo— representa para los animales. Los animales de granja se han convertido en el paisaje. Es prácticamente imposible mirarlos como individuos si se mantiene la distancia que por lo general se mantiene en la vida de ciudad. Hacen parte de la acuarela: la naturaleza y la industria los han ido absorbiendo. ¿Cómo pensar en un animal de granja como una vida única, valiosa? Al visitar estos santuarios me percaté de que en esos lugares se esfuerzan no solo por darles un nombre, sino por dotarlos de una historia vital. Entendí que cuando uno habla de sí mismo, no se describe: se narra.  

<<Nosotros tenemos, todos y cada uno —escribe Oliver Sacks en su iluminador ensayo Una cuestión de identidad—, una historia biográfica, una narración interna, cuya continuidad, cuyo sentido, es nuestra vida. Podría decirse que cada uno de nosotros edifica y vive una narración y que esta narración es nosotros (…) Si queremos saber de un hombre, preguntamos: ¿cuál es su historia, su historia real interior?>>. 

Nos mantenemos —nos mantienen, además— muy lejos de esas narraciones. Los animales incluso han sido despojados de sus corporalidades, de sus formas. Se nos presentan como cortes o presas límpidas empaquetadas y refrigeradas. Los animales son sabores. No podemos ver una mirada, no podemos escuchar una voz. No conocemos sus narraciones. Son cosas. “La organización del derecho —me explicó la concejal animalista Andrea Padilla— siempre se ha dado entre cosas y personas. Los que no son personas son cosas y los que no son cosas son personas (…) Las mujeres fueron propiedad, los indígenas fueron propiedad, los negros fueron propiedad”.

Me quedé pensando, antes de tomar las fotografías para este breve ensayo fotográfico, en el animal como una víctima de la mímesis. Para poder hacer un contrapeso a ese efecto, pensé, debo descontextualizarlos del paisaje.

—¿Y si les haces retratos? —me dijo María Teresa Flórez, la persona que me dijo que existían estos santuarios y fue conmigo a todos, una filósofa estudiosa de la fotografía colombiana con quien se gestó todo el proyecto.

—¿Cómo retratos?

—Retratarlos como se han retratado históricamente a las personas.    

*

Salvador y Patricio llegaron al santuario Libertad en mayo de 2019. Salvador tenía tres días de nacido y Patricio cinco. Viviana Avendaño tuvo que pedírselos a un tipo que los llevaba en la parte trasera de un camión que avanzaba a toda máquina por la Autopista Norte, sin dios ni ley. Rebotaban uno contra el otro —los becerros— y contra las paredes. Como pudo adelantó al camión y logró que se detuviera. El hombre iba con su familia y miraron a Viviana con cara rara.

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—Me subí a la estaca y vi que estaban temblando, muy asustados, golpeados porque el tipo iba como un loco. Me dije: como sea los saco de aquí.

Viviana es rescatista hace siete años. Empezó ayudando perros y gatos. Después, cuando se mudó a La Calera, cuando tuvo un espacio propio, se dio cuenta del sufrimiento de los animales de gran tamaño, como los equinos o los bovinos, porque a pesar de que están en un potrero, sobre pasto y bajo el sol, “libres”, siempre hay alguien que los doma, los amansa, los maltrata. Desde esa época dispuso un terreno para animales grandes, pero fue hace apenas seis meses que decidió ponerle un nombre, darlo a conocer. Libertad es un espacio donde llegan animales a vivir. No son animales que están de paso. Si son adultos, llegan a jubilarse, a tener la alimentación adecuada y cuidados veterinarios.

Existe la Global Federation of Animal Sanctuaries, una federación internacional que se encarga de otorgar los certificados y las acreditaciones a santuarios que cumplan con un extenso número de normativas. En Colombia solo existe un espacio certificado ubicado en la vereda Yerbabuena, Chía. Entre las normas que exigen están, entre otras: que el terreno donde viven sea propio porque si la o el propietario pide el espacio, ¿a dónde se meten todos los animales?; cercas especiales para cada tipo de animal; no se pueden tener animales amarrados, se considera maltrato; no se puede tener animales grandes en espacios pequeños por ningún motivo ni momento del día, se considera maltrato; un veterinario por cada especie; demostrar capacidad económica para solventar todo lo que necesitan los animales; no comprar animales porque es considerado una forma de valorización y cosificación.

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—Cuando rescaté al primer animal en unas condiciones tenaces y cuando vi cómo cambió cuando llegó a mis manos, cuando le di amor y lo cuidé, dije: tengo el poder en mis manos de cambiarle la vida a un ser vivo. Pero me pregunté también: ¿Qué tipo de vida les voy a dar?

Rosa y Hermosa viven también en Libertad. Fueron rescatadas hace seis meses. Rosa, la mamá, estaba abandonada por la vereda Márquez, cogiendo la vía hacia El Codito.

—A Rosa la ponían a transportar pasto por pendientes —recuerda Viviana sentada frente a su casa, ubicada casi en el centro del santuario, mientras Hermosa le chupa restos de panela de la mano—. La cargaban un montón y cuando la burra no andaba, el tipo que la llevaba le ponía choques eléctricos en la vagina. A ella se le jodió una pata y el tipo no la volvió a utilizar. Entonces hablamos con él y como ya no le servía, pues la trajimos para acá. Al principio eran muy desconfiadas. Rosa me pegó una patada. Eran muy agresivas. Darles de comer era un problema.

Rescatar animales por las vías legales también es un problema.

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—A veces las inspecciones ni siquiera te van a dar la razón a ti porque para la policía los animalistas y las personas que luchamos por esto, estamos locos. Le hacen caso al maltratador. El apoyo de las autoridades ha sido la dificultad más grande para poder ayudar a muchos más animales. Estoy al lado de uno de los grandes ganaderos. El tipo tiene sus potreros únicamente para producir leche. A ellos, a mis vecinos, yo los denuncié en la inspección porque un día encontré a uno de los burros que carga leche con la cadena enterrada dentro de la piel, más o menos cinco centímetros. Yo le saqué con mi dedo la cadena al burro y eso estaba repegado, lleno de sangre. Fue un proceso largo pero bonito, porque a pesar de que no les quitaron el burro, ahora le ponen un cabezal que no tiene la cadena. Uno como animalista también es un vigía.

*

Al caballo lo decomisó la policía en la entrada del matadero de Guasca. Iba apuñalado: tres cortes en las patas traseras. No se sabe por qué ni por quién. Las cicatrices aún dan cuenta de las condiciones en las que vivía. Salomón no se explica por qué, a pesar de que estaba ad portas del sacrificio, unos agentes detuvieron al caballo y lo decomisaron. Resulta extraño. Además de presentar claras señales de desnutrición, el caballo tenía la columna vertebral muy afectada.

—Afortunadamente en la Alcaldía trabaja un amigo nuestro que es vegano, Nicolás Toca. Él rogó para que no lo mataran y aseguró tener quién lo recibiera.

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Mientras Salomón va contando cómo sucedió el rescate de Nicolás, el caballo, percibo una fisura en su voz, una cuota de dolor. Dura poco. Parece sellarse con una risa.

—Nicolás Toca me dijo: Salo, recíbelo. Recibe al caballo —continúa Salomón—. Paula Moreno, de Corazón Animal Vegano, fue inmediatamente a examinarlo. Y nos dijo, a pesar de que lo veíamos en la inmunda, que se salvaba.

Está sentado en la cocina de la casa: la casa, que es también Peter Young, un espacio modesto ubicado en la vereda El Puyón, Zipaquirá, y que funciona hace poco menos de un año. No hay avisos. Los únicos logos los lleva Salomón en la camiseta y la gorra. Hay veintitrés animales: Jill, el cerdo que, para llegar a Zipaquirá, como cuenta Salomón, viajó dieciocho horas en bus desde Carmen de Bolívar; Santiago, un becerro que nació en Ubaté, “La capital lechera de Colombia”; tres ratas blancas que pertenecían a la UDCA y eran usadas para pruebas de laboratorio de psicología.

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Salomón es ingeniero de sistemas y, dice, renunció al sistema. Trabajaba en una multinacional. Ganaba plata, dice también: Tenía dos carros, vivía en estrato cinco, tenía todo lo que supuestamente debe tener una persona para ser respetada, una persona de bien, una persona exitosa. Y dice, sin perder el atisbo de risa: Hoy duermo en el piso, no tengo cama, vivo en condiciones minimalistas, llevo muchos años sin comprar ropa, yo solo compro comida: No uso nada que no necesito.

—Cuando alquilé esta finca —recuerda Salomón— el dueño me advirtió: si usted va a tener animales tenga mucho cuidado porque aquí ya mataron una oveja los perros de los vecinos. Por eso prefiero dormir con todos los animales aquí dentro. Y limpiarles la mierda todos los días. Ahora nos toca así por dos condiciones: por el frío en las noches y por la falta de dinero para adecuar espacios con las suficientes condiciones de seguridad para que puedan dormir afuera. Todavía no tenemos la suficiente plata para hacerles unos corrales bien robustos, tampoco para colocar electricidad.

Originalmente Salomón tuvo la idea de construir una ecoaldea, pero su impulso por el rescate animal lo hizo desistir de ese proyecto. Lo estimuló a empezar Peter Young, dice Salo: Una publicación de Juliana’s Animal Sanctuary.

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—Ella decía que no podía seguir recibiendo animales porque ya había logrado su cupo. Que estaba lleno. Hasta este momento teníamos una gran admiración por esa labor que ella hacía y pues queríamos que no se acabara.

Peter Young es un equipo de treinta y cinco personas.

—Los primeros meses esto funcionó gracias a que yo tenía algo de dinero y yo pagaba todo. Pero en algún momento se me acabó el dinero y empezamos, hace poco, a buscar formas de financiación. Hemos hecho un par de eventos, un par de rifas, cosas para darnos a conocer. La gente nos contacta muchísimo pero nosotros ya estamos sin recursos y sin espacio y muchos animales tenemos que direccionarlos a otras partes.

Para Salomón todo esfuerzo es válido porque toda vida es sagrada. Toda vida animal cuenta, me dice: Así no pueda salvar a todos los becerros que mueren diariamente en Zipaquirá. Y concluye:

—Este espacio se tiene para salvar vidas.

*

La mamá de Balarama saltó la cerca unos minutos antes de parirlo. Vivía en Guasca, en una de las fincas de la marca lechera más reconocida del país. Fue como si lo supiera: mi hijo, un becerro que no va a producir leche, es basura para esta gente y lo desecharán. Fue como si intuyera que del otro lado estaba Juliana’s Animal Sanctuary, el santuario más antiguo de Latinoamérica. Una vez allí, se puso en trabajo de parto. Juliana, la fundadora, tirada sobre el pasto, lo recibió en brazos. Minutos después llegaron unas personas del otro lado de la cerca para llevarse lo que les pertenecía. De tanto llanto por parte de Juliana, le dejaron al becerro.

A la mamá se la llevaron mientras le escurrían unos lagrimones. De ella no se volvió a saber nada. Balarama es hoy, catorce años después, el primer toro rescatado de Latinoamérica y uno de los más viejos del país.

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A Juliana, estando en Guasca junto a esa finca lechera, empezaron a llegarle amenazas por su labor, que era considerada asimismo una amenaza para la industria establecida. Les lanzaban animales por encima de la cerca: un día incluso tiraron al santuario un costalado de cachorros. Las rutinas cobraron un rigor insoportable. No podían dormir de noche. Cercaron con mayor protección todo el terreno. Pero una noche sucedió algo que los obligó a moverse a la vereda Yerbabuena, en Chía, hace tres años, a un conjunto cerrado.

—Los vecinos de la derecha entraron a robarnos —recuerda Juliana Castañeda Turner—. Los vimos por las cámaras y yo salí adelante. Siempre tenemos cámaras, es la forma en la que podemos ver que los animales estén bien: si hay un popó con sangre, en la cámara podemos ver de quién es. Pero bueno, el vecino agarró una guaya y, no recuerdo muy bien lo que me dijo, pero me golpeó varias veces en el pecho (tengo las cicatrices todavía) y ahí salió el cofundador del santuario y le dijo al tipo que qué estaba haciendo, le dijo: ¿Cómo se le ocurre pegarle a una mujer, cobarde? Entonces el tipo, el vecino, le dijo: ahora sí le voy a demostrar para qué sirven las mujeres. Y se bajó el pantalón… Yo casi me desmayo. Resultó que el tipo era primo de un comandante de la estación. Llegó la policía en un carro rojo, equis, nos llaman, nos esposan y nos llevan. Quedó la finca sola y los animales solos. Nos metieron dos días a la cárcel sin motivo alguno. Luego mis papás se dieron cuenta, después de dos días de no contestar el teléfono. Averiguaron y supieron que estábamos en un calabozo allá en Guasca. Un abogado animalista colombiano muy conocido preguntó cuáles son los cargos. Y silencio. Tuvieron que escribir una carta pidiendo perdón.

Hoy hay cerca de ciento cuarenta animales en el terreno de Juliana, uno de los siete santuarios certificados de América Latina cumpliendo con uno de los estándares más altos, el Platinum Star. En catorce años de labor han rescatado más de setecientos animales y a diario es un estrés para Juliana pensar en nuevas estrategias financieras para que no falten los treinta y dos millones de pesos que requiere su santuario mensualmente para funcionar. Solo el cuarenta porciento de la plata entra por donaciones internacionales, que está bastante bien. Para solventar el resto, es decir la mayor parte, han implementado una guardería canina, una boutique para animales de compañía, incluso una línea de maquillaje vegano en Estados Unidos. Juliana también trabaja con una página japonesa haciendo traducciones desde las nueve de la noche.

—Los rescatistas no salvamos vidas.

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Es enfática en esto. Y al decírmelo, con su rictus acostumbrado, circunspecta, hace que recuerde estas palabras que me dijo Chucho Merchán:

—Hay personas que tienen el corazón más grande que la razón.

—La muerte está ahí para todos —continúa Juliana—. Es inevitable. No podemos hacerlo. Lo que nosotros hacemos es dar calidad de vida a los que se las quitaron. Que vivan como se lo merecen. Nadie puede salvar vidas.

Se acomoda un poco en la silla, Juliana. Responde mensajes en su celular. Atiende a su hijo. Responde más mensajes. Baraja, el cerdito fotosensible que ha estado dando vueltas por el sitio durante todo el día sin parar, se sube al mueble y trata de meter la trompa en el bolsillo de la chaqueta de María. Tumba la maleta donde está la cámara. Vuelve al bolsillo de la chaqueta. La casa es suya, de Baraja. También de Kai, una pava paralítica que hay en la sala para quien hicieron una silla con la ayuda de un santuario de España. La casa es también de Gito, un gallo que ve televisión y duerme en la cama de Juliana.

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No solo la casa. La vida de Juliana está por completo al servicio de esos animales. Y eso, lejos de romanticismos, es una carga muy pesada. Lo que pasó con Perla representó para ella un desgaste emocional y físico. Intentar mover a una cerda paralítica de doscientos setenta kilos le causó tres hernias discales que la mandaron al hospital. Perla lo merecía todo.  

—Pero me destruyó. Ella se enfermó mientras yo estaba dando unas conferencias en Brasil. Diez días en Brasil, no podía devolverme. Perla me amaba y odiaba a toda la humanidad. Me tocaba hacer video llamada para que comiera, llamar por Whatsapp, decirle: vamos, mi amor, come, por mamá. Quedé física y mentalmente agotada. Fue una lucha con Perlita, un año, dos cirugías. Ella murió hace un mes. Llegué una tarde a darle de comer y estaba muerta. Fue horrible.

Juliana se lleva la mano a la cara.

Un silencio corto se instala.

Baraja va de aquí para allá martillando el piso con sus pezuñas.

—A Perla la rescatamos de tres días, la encontramos en la basura, con una pata rota. Venía con los huesos destrozados, porque ella era una pietrán y es la que más se come porque por la manipulación genética nacen con menos pelo, para el chicharrón y todo eso. Pero yo no tengo tiempo para lutos. Ella se murió y no había nada que hacer. Al mismo tiempo los demás cerdos estaban llorando porque había que darles comida.

Cuando se construye una relación tan estrecha con alguien, cuando se le curan las heridas o se alimenta con un tetero, la muerte no solo se convierte en la transición mortuoria, en el cambio de estado, en el luto, sino también en una afectación psicológica para quien queda en vida. En la Global Federation of Animal Sanctuaries crearon un espacio de self care para acompañar esa parte del oficio que no es evidente durante una visita a un santuario. Es, en palabras de Juliana, una terapia necesaria para no enloquecer.

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—Un santuario —concluye Juliana— es más que un centro de rescate, es también un centro educativo. Y la meta es que se acaben. Que no los necesitemos.

*

Para los católicos la iglesia de Lourdes es un santuario que se levanta en medio del caos, la violencia, la basura y la contaminación. Un santuario es un espacio sacro. Una ciudad también puede ser un santuario: Jerusalén. La pagoda china o la vietnamita, esa construcción multinivel angulosa tan compleja como bella, funciona como santuario al ser receptáculo de reliquias. Históricamente estos espacios han estado protegidos y vigilados por una fuerza divina. El padre Florentino Muñoz dice que para entender el significado de un santuario mariano hay que ir más allá de la materialidad: hay que ingresar en el misterio divino.

Después de todos estos viajes, de todas las historias, de todos los pelos incrustados en la ropa, creo sentir las palabras de Florentino. Tengo los pies clavados en un monte suave y crecido. Unas espigas me rozan las puntas de los dedos. En el viento que sopla hay un misterio que se mezcla con el olor a boñiga.

—El santuario es un lugar de aseguramiento. Es un lugar de paz.

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Adriana Espinosa me lo dice mientras corre las cercas, con ayuda de un mazo, para darles más espacio a los más de veinte équidos y bovinos que corren, relinchan, rumean y galopan en Fupaal, una finca enorme escondida en una vereda de La Calera a la que se llega después de superar varias trochas pantanosas y cuya actividad rescatista detonó junto con el decreto de Petro, hace diez años, que desmovilizó, de la mano de la Universidad Nacional y la UDCA, más de doscientos cincuenta caballos que eran usados en la ciudad como tracción animal.

—De ese programa recibimos once caballos. Los más deteriorados, los más enfermos y viejos. Fueron esos los que jubilamos por primera vez en nuestra fundación en La Calera, aunque en Guatavita ya hemos tenido alrededor de veinticinco caballitos que hemos venido trabajando, no solo de tracción animal, sino del maltrato. Maltrato, una palabra que hay que aclarar. Maltrato: mala tenencia, mala alimentación, mal cuidado de la salud. Este término lo interpretan, los que no conocen, como si solo se tratara de golpearlos —detiene su labor que la ha mantenido doblada sobre su propio eje y se yergue—. No somos albergue, no somos jardín de paso, no somos cuidanderos de animalitos de terceros. Estos animales son protegidos por nosotros. Nosotros financiamos todo, no nos ven en redes pidiendo nada, jamás pedimos donaciones. Este programa nuestro tiene un alcance nacional e internacional. Hoy estamos adheridos a programas en Argentina, Chile, México. ¿Cómo se financia esto? Soy fundadora de una organización dedicada al diseño, al interiorismo, a la jardinería. Decidimos que nuestra compañía tendría una unidad en la que habría unos destinos económicos para la protección de los animales. Y es que vimos que una serie de personas, muy generosamente, están apoyando a los pequeños animales, pero no a los grandes. El animal más maltratado es el caballo. El caballo es utilizado para muchas cosas y quienes los utilizan no tienen respeto ni formación, tampoco una legislación que les exija: desde al caballista que le gusta lucir a su caballo pero lo azota para mostrarlo, hasta a quienes tienen negocios de cabalgatas y los alquilan y les sacan plata (45.000 pesos por hora). Me conmueve que ni siquiera los activistas tengan en cuenta al caballo que hay detrás del toro de lidia. Al caballo que le cercenan la lengua, le tapan los oídos, le disminuyen la vista, lo envuelven.

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Habla como quien escribe de manera profesional y se debe a su oficio académico. Trabaja, además, dando conferencias y charlas sobre tráfico de animales, que, dicho sea de paso, está dentro del tercer renglón del tráfico mundial, después del de drogas, el de armamento y el tráfico de humanos.  

Veo a Jofiel con su cara larga y blanquecina acercarse a Adriana. Debe tener unos veinticinco años, el caballo. Llegó al santuario cuando tenía quince. Es rescatado de las carrozas de Bogotá. Arribó esquelético y no era blanco sino ambarino porque donde orinaba vivía y comía. Los restos de estiércol se habían pegado en su pelo con la terquedad del chicle. Conserva las líneas de la cintilla: tiene cicatrices a cada lado. Jofiel no trataba a los humanos: sentía pánico al ver uno, temblaba. Si uno se acerca lo suficiente a su rostro alcanza a percibir, en sus ojos, la tortura junto al reflejo humanoide y las cicatrices del rostro.    

Jofiel tenía el número sesenta y cuatro escrito en la piel con tinta indeleble morada.

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Como los otros caballos de la manada, Jofiel, Ezequiel y Jafiel están separados de las dos llamas rescatadas del turismo bogotano. Yosef y Yoaquín hacían parte del <<suba al niño en la llama y tómele una foto>> y fueron reportados por un colegio de religiosos en la Sabana de Bogotá, por la 220. A las personas que los tenían en su poder les pareció una buena idea abandonarlos en un potrero frente a aquel colegio. Al ver que no aparecía nadie, la directiva académica decidió acogerlos por un tiempo, pero a causa de los registros sanitarios que rigen el instituto se vieron obligados a salir de ellos. Le reportaron el caso a una veterinaria que trabaja con Adriana en Fupaal y hace seis meses fueron ubicados en un pedazo bastante generoso de tierra, dentro de la finca. Son muy prevenidos. Hacerles los retratos con mi lente fija 50 mm no fue fácil, tuve que reptar entre el monte, ganar la confianza. Intenté devenir llama.

—Convivo con cabalgateros —me dice Adriana cuando le pregunto, necio, despojado de cualquier prudencia, si no la desmotiva su contexto, saber que a pocos kilómetros están aniquilando animales—. Convivo con sacrificios ilegales. Convivo con la industria lechera y con la industria cárnica, con el ganado en canal. Convivo con una industria internacional de inversionistas extranjeros para el toreo.

Coge el mazo con fuerza. De nuevo el viento, el misterio, el rumor de la montaña.  

—Eso no me afecta. Yo seguiré haciendo esta obra en silencio.