Publicado en la revista Cartel Urbano
Ilustración por @nefazta.666
¿Por qué se le dice cerdo a un policía o rata a un ladrón? ¿Qué implicaciones sociales tiene el uso inconsciente del lenguaje? Andrea Padilla, concejal de Bogotá y activista por los derechos de los animales, nos da algunas claves.
Tropel a punto de ebullición. Escozor en la garganta. Arcadas. Pipetas que marcan líneas de gas caen muy cerca. Nos estrellamos unos contra otros. Hay quienes se toman de las manos para no ser reducidos a muchedumbre desorientada. A masa. Muchos queremos escapar y muchos deciden quedarse. En medio del caos, la piquiña y los rostros cubiertos con paños humedecidos en vinagre y bicarbonato, arranca lo que parece un mantra multitudinario.
Ceeeeeerdos.
Ceeeeeerdos.
La gran voz crece con las voces que se suman. La voz de la protesta.
CEEEEEEERDOOOOOOOS.
Alguien lanza un OINK muy bien modulado y proyectado.
Funciona como un antimantra, me digo: un antimantra que no convoca ningún estado de relajación pero que sí amontona y solidifica valentías. Corajes. Un coro que, supongo, pretende decirle al Esmad: ustedes actúan como los animales. Como los animales más sucios, porque esa es la reputación del cerdo, ser sucio: puerco: cochino.
No solo he visto esta forma del insulto en medio de la protesta social chupando vapores lacrimógenos. Lo veo en los murales de artistas urbanos muy aclamados que se declaran a sí mismos críticos con el Estado y los poderes opresores. Echan mano de simbolismos muy antiguos, como las ratas: las ratas que viven en lugares llenos de podredumbre —nuestra podredumbre: una podredumbre causada por nuestros deshechos, una podredumbre a la que nosotros las empujamos, en la que nosotros, los humanos, las obligamos a vivir—. Las ratas roban, dice la gente. Cojan a esa rata y pártanle la cara. El robo, que es una invención humana, ejecutado por las ratas. Es raro. Las ratas son asquerosas, aseguran, peligrosas porque trasmiten enfermedades de las que se contagian por vivir en nuestra podredumbre. Y han sido exterminadas, como las plagas. Entonces pintan ratas en los muros, los artistas. A veces les ponen corbata. Incluso un trajecito cruzado. Y dicen, con estas imágenes, que los políticos son unas ratas.
Los marihuaneros y la gente considerada menos inteligente o por fuera del canon intelectual son todos unos burros, según esta lógica de la ofensa. Los homosexuales son mariquitas. Hay todo un bestiario en estas formas del insulto: arpías —que <<dominan por la capacidad de atrapar, por la velocidad, por la rareza casi fastuosa y por el tamaño, mayor que el de los machos. Unas diez mil arpías resisten en medio de la deforestación que las desplaza en regiones como el Chocó o el Amazonas>>, explica la campaña Los insultos más bellos (LIMB), del Parque Explora—, gallinas —cuyo <<cacareo es una refinación del mensaje: avisa si el depredador es aéreo o terrestre y si habrá inundaciones y desastres. Sobreviviría sin gallos>>, según LIMB—, patos —que <<no se mojan y sus patas palmeadas de nadador han inspirado las aletas de los buzos>>—, babosos, grillas, zorras, perras, vacas, ceeeeeerdos.
Decidí hacerle cinco preguntas a Andrea Padilla en busca del origen y los detonantes de estos insultos especistas tan enraizados en la sociedad. Andrea es concejal de Bogotá, activista por los derechos de los animales y quien en 18 años de valiosa labor animalista ha hecho parte de GAIA y Animanaturalis. La tesis de su doctorado revisa la jurisprudencia que hay en América Latina frente a los animales.
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¿Por qué animales como los cerdos, las ratas, los patos, los burros, entre otros, han sido usados históricamente como formas de insultos? ¿Por qué se han popularizado tanto estas prácticas del insulto?
Sobre porqué han caído estas especies en ese desprestigio y ese uso especista peyorativo en el lenguaje, creo que tiene que ver mucho con el lugar que tienen estos animales en el antiguo testamento. Yo creo que tiene mucha culpa en esa mala relación, en esa relación de explotación y dominación con los animales, la tradición judeocristiana, particularmente el antiguo testamento, en el que los animales son receptáculos de pecados, del mal: la serpiente, los cerdos, las ratas son animales que están presentes en el antiguo testamento.
Ya después ha sido un efecto de esa separación de los animales para comer, los animales para querer, los animales para proteger, los animales para cazar, y todas estos “para”. O los “de”: animales de experimentación, de compañía, etcétera. Es como si tuvieran ya un destino. Eso también ha sido un efecto de la dinámica del mercado. Si te fijas en los animales que son usados para consumo, sobre ellos ha caído un fenómeno que es el de la mastodontización: animales agrandados, hormonados, casi que son bolas de carne en las que se pierde incluso la mirada, mientras que los “de querer” son cada vez más pequeñitos, con los ojitos redonditos: la miniaturización.
Cae sobre todos estos animales que no son de querer, sino que son para comer o para exterminar porque son considerados plagas, invasivos, o sobre los cuales simplemente no hay que tener ninguna consideración porque cuando eso pasa se complica todo con respecto a la explotación que hacemos de ellos. Son animales en los que se ha concentrado todo este uso peyorativo, entonces los cerdos, las vacas, las ratas, las culebras… intuyo que por eso viene toda la naturalización y normalización que se ha hecho de ese lenguaje peyorativo, que ya está absolutamente incorporado en nuestro uso cotidiano. También en los refranes: matar dos pájaros de un tiro, matar la culebra, hacer el oso (el hacer el ridículo, que viene de los circos).
Y creo que se han popularizado estas prácticas del insulto porque hacen parte del uso inconsciente del lenguaje, así como hemos normalizado el leguaje sexista, hemos normalizado el lenguaje especista a fuerza de usarlo de manera irreflexiva.
¿Por qué tendemos a otorgarles las peores características y prácticas humanas a los animales (el robar a las ratas, el ser sucio a los cerdos, entre otros) y, además, medirlos moralmente con el canon humano? ¿Qué buscamos como especie haciéndolo?
Esto hace parte de ese esfuerzo permanente de los seres humanos, también muy marcado por el judeocristianismo y por esa visión antropocéntrica, humanista, de marcar las diferencias. Es como si nos persiguiera ese lastre, esa sombra, ese pecado de que somos animales y de todas las maneras posibles intentamos marcar diferencias. Nosotros tenemos almas, ellos no. Tenemos dignidad, ellos no. Usamos el lenguaje, ellos no. Somos racionales, ellos no. Somos agentes morales, ellos no. Tenemos religión, tenemos cultura… y así un larguísimo etcétera y lo interesante es que la etología y las neurociencias nos vienen diciendo: hey, no somos tan distintos de como ustedes pretenden mostrarnos.
Repito: es ese esfuerzo permanente por marcar esa diferencia que hace que incluso resulte ofensivo todavía para muchos reconocer que somos animales. Por eso me parece tan valiosa la expresión animal no humano. Siempre intentamos no solo marcar la diferencia, sino marcarla en negativo: los animales son instintivos, nosotros racionales; los animales son sucios, nosotros limpios; ellos son incestuosos, nosotros no; son agresivos, salvajes, hacen parte del mundo de lo indómito. Nosotros, en cambio, somos civilizados. Esto, para precisamente tomar todas las distancias. Es lo que hemos intentado hacer con otros grupos humanos: los negros, los indígenas. Siempre del lado de lo salvaje. Ellos tampoco tienen cultura, no se visten, no son educados, no tienen una religión (o por lo menos la que nosotros consideramos que debe ser). Ellos son esa parte oscura y lasciva, instintiva, eso de lo que queremos demarcarnos porque somos civilizados y morales. Todo el tiempo estamos tratando de negar esa animalidad.
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El antropocentrismo, el poder y el privilegio absoluto del que —suponen muchos— deben gozar los humanos, han causado grandes pérdidas ambientales en la actualidad. ¿Son estos también detonantes para los problemas de desigualdad social?
Ese paradigma no solo antropocentrista sino clasista, homofóbico, racista, misógino, que ha sido dominante en nuestras culturas occidentales, comparten las mismas raíces. De nuevo: es el esfuerzo permanente por compartimentar: los que merecen, los que no merecen. Los que pertenecen, los merecedores. Los que tienen derecho a casarse, a adoptar, a crecer socialmente, los que tienen acceso al poder y los que no.
En la base está lo mismo: la creencia de que hay unos que tienen derecho y otros no porque no tienen las capacidades mentales, porque no tendrían capacidad para gobernar, porque no son lo suficientemente racionales, porque no tienen criterio moral. Siempre estamos en ese juego de decidir quienes sí y quienes no. Y esos que caen en el no evidentemente son grupos sobre los cuales es posible en esa medida ejercer cierto dominio y exclusión. Es un poder que siempre tiende al sometimiento.
Esos grupos humanos que ubicamos en el de las cosas, porque ese es el efecto: la organización del derecho siempre se ha dado entre cosas y personas. Los que no son personas son cosas y los que no son cosas son personas. Esos grupos humanos a los que se les ha negado esos atributos en virtud de los cuales serían personas pero al no tenerlos son cosas (las mujeres fueron propiedad, los indígenas fueron propiedad, los negros fueron propiedad) ya no están en el dominio de las cosas sino de las personas (y ese ha sido el gran progreso de los derechos humanos) y sin embargo mantenemos hoy día esas estratificaciones, esas jerarquías de derecho, esas jerarquías de merecimientos que son evidentes en cómo está organizada la sociedad.
Lo que pasa con los animales es que ellos sí continúan en el dominio de las cosas, en esa medida continúan siendo tratados bajo el régimen de la propiedad. Con ellos se puede intercambiar, usufructuar, adquirir, comercializar, abandonar, ocupar, porque son cosas. Por eso toda la negativa de que los animales pasen a otro rango, adquieran otra clasificación: la de personas.
Eso no es porque el Derecho tenga una estructura filosófica complejísima que impida que los animales sean considerados personas: eso es porque nos desmonta el sistema capitalista y el sistema de producción y consumo que está cimentado en su explotación.
Sí: ese antropocentrismo que nos tiene en este punto de crisis ambiental y de tragedia y de crisis de civilización, también ha estado en la base de otros fenómenos de exclusión y marginalidad y sometimiento y esclavitud de grupos humanos. Hoy son los animales, otrora lo han sido otros grupos humanos.
¿Cómo se relaciona el especismo con el capitalismo?
Todo nuestro sistema capitalista está cimentado en la explotación animal. Los animales son la gran materia prima del sistema capitalista. Nos los comemos, nos vestimos con sus pieles, experimentamos en ellos, nos entretenemos a costa suya, los criamos, los reproducimos, básicamente el sistema de consumo de comida (a mí no me gusta decir alimentario porque creo que [los animales] no son alimento, no son comida en el sentido más grosero de la indigestión, de llenarse y saciarse con ellos).
Es útil al sistema capitalista el especismo. Considerar que otros seres sintientes animales (como nosotros) son moralmente distintos y en esa medida tenemos derecho a disponer de sus vidas y de sus cuerpos no es solo útil: es necesario para mantener el sistema capitalista.
En estos meses de protesta social se han empezado a criticar las arengas especistas y las comparaciones de políticos y corruptos con algunos animales. ¿Qué sentido tiene, en medio de una lucha por la justicia, echar mano de símbolos de opresión para enfrentar al opresor?
Siempre he dicho que la lucha antiespecista es la gran lucha moral de nuestro siglo. Es la batalla de oro de todas las luchas por la igualdad. Las otras luchas por la igualdad de género, de clase, de razas, finalmente son luchas que se han librado entre humanos capaces de agenciar sus propias revoluciones: capaces de hablar por sí mismos, de reivindicar sus intereses, de emanciparse. Los animales no pueden hacerlo. La lucha antiespecista es la más desafiante moralmente porque implica primero reconocer nuestra propia animalidad, implica reconocer la igualdad moral en la que nos pone el hecho de compartir con los otros animales la capacidad de sentir. Y en virtud de esa misma condición animal y de esa misma capacidad de sentir, de la que se deriva la existencia de intereses, pues implica reconocer que esos intereses de esos otros animales cuentan moralmente tanto como los nuestros.
Yo creo que es la lucha más generosa y solidaria porque implica luchar por intereses “ajenos”: las mujeres se han emancipado por sus propios intereses, las personas de la comunidad LGBTI también. Pero en el caso de los animales somos otros los que reivindicamos sus derechos, los que alzamos la voz en representación de sus intereses. Para nosotros no hay ningún beneficio diferente al de la paz. Es la lucha más desprendida, la más solidaria y generosa porque no estamos luchando por nuestros propios intereses sino por los de los otros: de otra especie que no es la nuestra.