Publicado en la revista Cartel Urbano
Hijo de uno de los tanatólogos más respetados en el oficio de embalsamar cuerpos humanos, Wilson Rojas se ha dedicado a romper el récord de su padre. Actualmente, su media anual de cadáveres arreglados es de 800, una cifra que se infló durante los ocho años que trabajó para el Ejército colombiano como restaurador facial y preparador fúnebre de soldados muertos durante masacres.
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Hijo, he ahí a tu padre
No requirió mayor esfuerzo reconocer el cuerpo sin vida que había sobre el mesón plateado, en Medicina Legal. Se trataba del lustrador de zapatos más untado de la televisión colombiana, Heriberto de la Calle.
A las siete y media de la noche del 13 de agosto de 1999, la labor de Jorge Rodríguez consistía en embalsamar y dejar presentable el cuerpo sin vida de Jaime Garzón para el velorio.
Nada de nervios. Jorge ya se tenía confianza suficiente al realizar encargos de esa naturaleza. ¿Cómo no?, si diez años antes había tenido que embalsamar a Luis Carlos Galán.
Los cristales de las gafas de Jorge son bastante gruesos. Es chato, sonriente, de pocos dientes, y bebedor entusiasta de Coca Cola. Tiene 61 años y aún le dicen Viruta, “pero dígame Virutica”.
Virutica trabajó en Medicina Legal y hasta logró tener su propio laboratorio de tanatopraxia ahí mismo, junto al antiguo Cartucho, pero lo echaron por apuñalar en una pierna a un compañero de trabajo.
Virutica, foto por Kicho Cubillos
Explica de una manera muy sobria —sorbo a sorbo de gaseosa— que el man se buscó su cuchillazo por sapo, por decirles a los jefes que el señor Rodríguez andaba embalsamando muertos con el formol de los NN.
Es asombroso que a Jorge, uno de los embalsamadores más respetados de Bogotá, no se le agoten las historias. Dos de mis favoritas:
1. Salí en varios programas de televisión. Por ejemplo, estuve en Cita con Pacheco. Él vino y me buscó y dijo que lo tratáramos como si fuera un muerto, que así quería él hacer la entrevista para saber cómo se llevaban los cuerpos a la fosa.
Extendí unos periódicos en la bandeja y Pacheco se hizo el muerto. Hicimos un simulacro ahí, dentro de la morgue, y luego lo pasamos a él a la camioneta. Ya al final de la entrevista me dijo: “Yo pensé que estos maricos me iban a matar”.
2. Una vez no me di cuenta y se me salieron tres muertos de la camioneta, en la calle sexta, porque no cerré bien la puerta. Era una Ford 48. Yo iba tranquilo manejando cuando me paró un policía.
Me dijo: Ah, este hijueputa, no ve que allá no es la fosa común. Vaya y recoja unos muertos que se le cayeron. Y yo ¡aaaay!, pero señor agente, ayúdeme —yo ya había andado unas tres cuadras—, y me fui en contravía a recogerlos.
Los cuerpos estaban tirados, en pelotas. Hasta la bandeja se había caído, ahí frente a la estación de la Policía. Entonces apareció un coronel amigo mío, que tenía en ese momento a tres tipos detenidos.
El coronel vio lo que estaba pasando y les dijo: Bueno, ¿ustedes se quieren ir, partida de hijueputas? Y ellos claro que sí, coronel. Entonces suban esos muertos a la camioneta, yo no sé cómo harán, pero los suben y se van, les dijo, duro.
Pero de la historia que de verdad desvela, aquel encuentro post mortem con Garzón, pocos detalles ofrece Viruta. Siempre me lo repite: que hizo ese trabajo con muchísimo respeto, y punto. Sin morbo. Pero igual, ese no es el fin de esta investigación.
El subdirector de Medicina Legal de la época, Pedro Morales, fue quien le delegó la tarea. No obstante, quien le pagó a Jorge ese embalsamamiento fue el gerente de la funeraria Gaviria. Le dio diez mil pesos y dos medias de aguardiente.
“Faltando diez para las dos sacaron a Garzón por la parte de atrás de Medicina Legal —explica Jorge—; había una cuadra que lo llevaba a uno al Capitolio, donde lo velaron. Al terminar todo, le di tres mil pesos a Wilsito por ayudarme”.
Wilsito es su más antiguo aprendiz en el arte de la conservación de cuerpos. Su hijo Wilson, un hombre de 34 años que desde la niñez ha sostenido una relación vertiginosa con la muerte.
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Protocolo del heredero
Cuando Wilson asomó la cara por primera vez a la fosa común del Cementerio Sur tenía ocho años. Aquel día no sintió miedo, sino tristeza, porque había muchos bebés muertos explayados “y jóvenes que también eran NN, ahí, sin nadie que los llorara”.
Como encargado de las exhumaciones del cementerio, el padre de Wilson debía mantener buen trato con aquel agujero —quince metros de profundidad, calcula—, en el que por lo general yacían unos 400 cuerpos desnudos, en descomposición.
“Mi papá identificó y exhumó a Marina Montoya (hermana de Germán Montoya, secretario general de la Presidencia) en 1991. Él le miró las uñas, arregladas, y supo que era como de buena familia”.
Foto por Kicho Cubillos
Jorge Rodríguez, en vista del prematuro interés de su hijo por la muerte, empezó a delegarle una labor: rociar ACPM a los cadáveres mientras él los movía para exhumarlos. Esto lo hacían para evitar que se levantaran olores.
El ejercicio se convirtió en una actividad familiar. Cada vez que alguien identificaba a su muerto, padre e hijo entraban en acción. A los doce años, Wilson ya había tenido contacto con decenas de muertos.
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Perdí la cuenta de las veces que lo he visitado en la funeraria La Luz, su lugar de trabajo. Con el tiempo se vuelve paisaje la escena fúnebre: gestos enjuagados en lágrimas, hombros caídos, bisbiseo de rezos. El perfume floral.
Wilson Rojas no es muy alto y su peinado permanece siempre regio, duro, como si el hombre no trajinara todo el día con cuerpos tiesos. Tiene espalda de medallista de natación, los brazos gruesos y el apretón de mano suave.
Wilson Rojas, foto por Kicho Cubillos
Su bigote es siempre un rastro rasurado. La voz tranquila, a medio tono, no sobrepasa el máximo de decibeles reglamentario en la funeraria, así estemos en la morgue, una sala de velaciones o una cafetería.
Por lo general, cuando alguien se refiere a Wilson dice “el tanatólogo de La Luz”, pero su labor en esa funeraria desborda los límites de la tanatología per se con facilidad:
Mientras cualquiera de nosotros enciende rutinariamente el computador en la mañana, Rojas ya está drenando líquidos de un cadáver, llenándolo de formol, maquillándolo, vistiéndolo y dejándolo con un aspecto en lo posible celestial.
Foto por Kicho Cubillos
La tanatología —de thanatos, muerte; y logos, estudio— es más una disciplina relacionada al proceso moral que acarrea la defunción, al duelo y los ritos fúnebres, mas no a la preparación de cuerpos sin vida.
El morfólogo Germán Bautista, con 14 años de experiencia en este oficio y un record de 17544 preparaciones cadavéricas, profesor del diplomado de tanatopraxia de Medicina Legal, me dice que el tanatólogo integral sabe de todo.
Gracias a la tanatopraxia se puede postergar la descomposición del cuerpo a través de métodos de desinfección, reconstrucción y embalsamamiento, para que se lleven a cabo las ceremonias funerarias que acostumbramos.
Foto por Kicho Cubillos
La tanatoestética es otra disciplina. “Se preocupa por el aspecto del cuerpo durante el funeral”, explica el profesor Bautista. Es decir: los peinados, la ropa, el tono de piel del cadáver, el labial en armonía con todo lo anterior, esas cosas.
“Es un arte —se regocija el morfólogo— y lo hacemos tan profesionalmente que eliminamos el aspecto de la muerte, lo morboso. En el diplomado se enseña a hacer una necropsia forense, a bajar un cerebro, sobre anatomía topográfica…”.
Foto por Kicho Cubillos
Varias entrevistas con Wilson Rojas se dieron en la cafetería de La Luz porque él vive de cabeza en la funeraria. Incluso pasé un 24 de diciembre y lo encontré ahí, con las manos en los bolsillos de la chaqueta, esperando un cuerpo.
Si el funeral de una persona arranca a las ocho de la mañana, él debe empezar a preparar el cadáver a las seis, seis y media, según el estado del finado. Y se le complica el camello si fue muerte violenta:
“Esos cuerpos que vienen de Medicina Legal con la necropsia (examen anatómico para determinar la causa de la muerte) quitan mucho tiempo —explica Wilson—, porque toca descoserlos y volver a coserlos”.
No hay día sin muerto para este hombre. Semanalmente hace entre quince y dieciocho preparaciones cadavéricas para la funeraria, es decir que su media anual de embalsamamientos se acerca a ochocientos cuerpos.
Manipula carne humana y bombea sangre como quien respira. Pero hay muertos que requieren mucho esfuerzo, los ahogados o quemados, por ejemplo. “Haga de cuenta que agarró un jabón. Se desliza, se mueve de lado a lado en el mesón”.
El número de jóvenes que llega a sus manos —muchos asesinados con armas blancas o de fuego— supera el total de viejos víctimas de algún cáncer o de infarto. “Accidentes de tránsito, caídas de altura y muchas muertes bobas”.
Después de los procedimientos más viscerales y de la higiene viene el acondicionamiento cosmético. A Rojas le llegan de vez en cuando recomendaciones detalladas de la familia para ese proceso. “Hágale tal estilo o por favor péinelo de lado”, le pueden sugerir. O que la señora acostumbraba a combinar el labial con la pintura de uñas y la sombra.
Foto por Kicho Cubillos
Wilson Rojas ha hecho cursos de maquillaje y peinado fúnebres con Jolie de Vogue y Angel Face. Prefiere los rostros naturales, sin mucho contraste. “A veces me piden que haga capul o que afeite. Mi estilo es el buen trato con el cuerpo”.
Muchas de esas familias quedan en agradecimiento absoluto con Wilson por ofrecerles una última imagen impecable y tranquila del ser querido. “La idea es dejarlos como si estuvieran durmiendo”, dice.
Tiene su esposa, Angélica, un hijo de dieciocho, una hija de once, dos hermanos y una hermana. Y todos quedaron fríos cuando Wilson aceptó la propuesta del Ejército Nacional: ser preparador de soldados muertos durante masacres.
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El reconstructor de soldados
Estás envuelto en tu piyama disfrutando la comodidad de despertar en cama propia. Te rasuras, aseas y vistes para luego despedirte de tu familia porque así debe ser, porque, te repites, debes cumplir a toda costa con los compromisos.
El viaje en bus será poco agotador si lo comparas con lo que te espera en el Putumayo. Es el primer trabajo que realizas para el Ejército y es mejor no pensar en las dieciocho horas de carretera ni en el riesgo que en pleno 2004 representan esta clase de trayectos por tierra.
Al llegar, el comandante de La Policía de Mocoa, quien se ha ofrecido a llevarte a tu laboratorio temporal, te advierte sobre el volumen de trabajo, es decir de la cantidad de soldados muertos que te esperan.
Foto por Ángel Carrillo
Recorres el hospital, sientes el calor y consideras que lo mejor será aprovisionarte con una garrafa de agua potable. Todas las salas están ocupadas y es fácil comprender que se debe a la guerra que vive Colombia. Y tú estás ayudando a uno de los bandos. ¿Comprendes la responsabilidad? Escuchas en la lejanía los plomazos, las granadas reventando y las minas quebrando hombres. Te percatas de que no hay ningún laboratorio esperando por ti.
Acomodas unos ladrillos en el piso formando un rectángulo y sobre ellos dispones la bandeja plateada: tu mesa de trabajo se levanta solo unos 30 centímetros del suelo. Eres el único tanatólogo y debes empezar a trabajar lo antes posible.
Hay un equipo investigativo encargado de las necropsias previas a los embalsamamientos. Después del trabajo de estos hombres llegan a ti, como restos de un vaso roto, cadáveres dentro de bolsas. Es difícil tomar un camino para empezar a reconstruir los mapas corporales. Pones toda tu fe en la cera reconstructiva y empiezas a dar lógica anatómica a los soldados, a restaurar tejidos y hacer plastificaciones faciales.
Las gotas de sudor y sangre y formol y líquidos vitales corren. Los oficiales del ejército te presionan para que trabajes más rápido. Las madres de esos soldados asesinados necesitan reconocer a sus hijos, así que rehacer los rostros fielmente es tu obligación: otra responsabilidad sobre tu espalda.
Foto por Ángel Carrillo
Reconoces el cuerpo que te acaban de entregar. La pálida que te da. Es el comandante de la Policía de Mocoa, el hombre que te escoltó hasta el hospital. Lo mataron a cuchillo. Viene entero. Masajeas sus brazos y abres una incisión en el abdomen del hombre. Filtras. Llenas. Sellas sus orificios con algodón. Lo higienizas con esmero. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que lo viste con vida? ¿Cuatro horas? Por último, como siempre, lo vistes y maquillas.
Trabajas arrodillado, en cuclillas, sentado. Experimentas todas las posiciones que puede adoptar tu cuerpo. A veces pierdes la cuenta entre los vapores del formol, pero debes llevar unas nueve preparaciones cadavéricas.
Suena un celular. Eres la única persona con vida en aquel laboratorio improvisado. ¿Dónde está ese teléfono? ¿De quién es y por qué suena y suena y nadie atiende? Ah, claro, pertenece a uno de los soldados muertos. ¿Quién lo llama? ¿La esposa? ¿La mamá? ¿Cómo se da una noticia de esas? La ‘Cadena de custodia’ del Ejército Nacional te impide tocar el aparato. De pronto, el teléfono deja de sonar.
Algunos de los cuerpos que llegan al hospital de Mocoa pertenecen a grupos guerrilleros. Tampoco los puedes tocar porque, como lo explica el sargento Pedro Correa, encargado en aquella época de los contratos fúnebres entre el Ejército Nacional y la funeraria Capillas de la fe, es posible que exploten. ¿Y si no son artefactos explosivos aquellos humanos? ¿Esas familias acaso no merecen velar a sus muertos? Evitas pensar en el asunto y te enfocas en cumplir tu labor.
Son las diez de la noche y acabas de vestir al último de dieciséis soldados masacrados. Decides irte al hotel a descansar pero solo puedes pensar en todo lo que pasó. La espalda te palpita, endurecida. Fin de la jornada. Sientes orgullo.
Pero ignoras que en una semana tendrás que viajar de nuevo con el mismo propósito: embalsamar soldados. Tampoco imaginas que visitarás, durante los próximos ocho años, Arauca, Florencia, Ibagué y Mocoa otra vez y otra vez. Que desde el anonimato, auxiliarás el conflicto que atraviesa tu país. Desconoces que en algunas de esas visitas tendrás compañía y apoyo. El morfólogo Germán Bautista, profesor de los diplomados de Medicina Legal, viejo amigo, estará contigo en algunas de estas mismas jornadas. Incluso el hombre pondrá a sonar música cristiana en la morgue para que se relajen entre tanto pavor.
Aún no lo sabes, pero es tu destino ser el reconstructor de soldados.
La noche avanza entre dolores musculares y la cama se te hace insoportable. La presión en la espalda. Los soldaditos despedazados. La guerra. Te levantas de la cama con esfuerzo. Silencio. Das vueltas sobre tu débil sombra. Dolores nuevos en el cuello. Decides sentarte, mantener la espalda recta. No tienes certeza alguna de la hora. Cierras los ojos. Logras dormirte, sentado. ¿Qué sueñas esta noche, Wilson Rojas?
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La foto familiar
Santiago se parece a su papá. También tiene sobre la boca el rastro rasurado del bigotico y la voz a medio tono. Aunque es más alto y delgado, nadie podría negar que ese es el hijo del tanatólogo Wilson Rojas.
El muchacho se asquea al intentar perforar la carne del cadáver con el bisturí que su padre le entregó. Wilson le agarra la mano y lo ayuda con semejante labor. “Ahora hay que introducir esta manguera en la caja torácica”.
Santiago Rojas, foto por Ángel Carrillo
Cierra los ojos cuando su padre empieza a extraer líquidos corporales del arrugado cuerpo. Santiago tiene dieciocho años y pronto se presentará a Licenciatura en idiomas. “Pero este podría ser un buen trabajo”, confiesa.
Llevan una hora manipulando el cuerpo sin vida del anciano y parece que Santiago ya no se asquea cuando corre la sangre. Para ser la primera clase, dictada por su propio padre, el muchacho ha conservado la compostura.
Foto por Ángel Carrillo
Si Santiago se convierte en tanatólogo, ¿Wilson le pedirá el mismo favor que siempre le pide a él su papá? “Cuando yo muera —dice Viruta—, usted me tiene que arreglar”. “No creo que pueda, papá —responde Wilson—, no me pida eso”.
Foto por Ángel Carrillo
Wilson Rojas ya sabe lo que se siente embalsamar a un familiar. “Mientras preparaba el cuerpo de mi abuela —recuerda—, podía escucharla regañándome, como cuando yo era niño”.
Los horrores de las entrañas y la sangre han mermado en esta primera clase. Wilson levanta las piernas endurecidas del anciano y Santiago le desliza los calzoncillos hasta la cintura. Le ponen el traje de despedida.
Foto por Ángel Carrillo
Wilson aplica una capa de base maquilladora sobre el rostro mientras Santiago le alisa la corbata al anciano. Con esfuerzo lo meten en el ataúd y le entrelazan los dedos sobre el pecho. Hay que admitirlo: el viejo parece dormido, no muerto.