Publicado en la revista Cartel Urbano
Ilustraciones por El Chico sin Cabello de Pan
(Apoyo: Daniela Pomés)
Hace unas semanas Bulto celebró un año como el primer colectivo de techno queer del país. Cuerpos desnudos, fetichismo y libertad son algunas de las postales que quedaron registradas en esta crónica y entrevista con sus creadores.
Llevo días intentando descifrar si una camiseta roja cortada por encima del ombligo es considerada una prenda fetichista. Es todo lo que tengo, junto con un par de candongas plateadas, mi pelo largo y mis caninos montados. Cuando salieron a la venta las entradas para la fiesta de aniversario —o, mejor: Analversary— de BULTO, compré la que pude antes de que se agotaran. El correo de confirmación de la compra decía que mi boleta obedecía a un código de vestimenta fetichista. Luego supe que si no cumplía dicho código, tendría que pagar un saldo de cinco mil pesos en la entrada. Me opongo de manera rotunda a la derrota indumentaria, pienso mientras miro la camiseta.
Investigo un poco sobre el término. Descubro que durante mi adolescencia tuve un fetiche con las personas que fuman y que probablemente tenía que ver con que mi mamá fumaba. Me evocaban cierto respeto los labios apretados sosteniendo un filtro. Ya no siento ese respeto, ahora es fastidio lo que me produce. Sigo navegando: el fetichismo es el estado más primitivo de la religión; Marx lo relacionó con el capitalismo; <<en primera instancia [es] una manifestación de los problemas que el sujeto tiene con la norma>>; demostración perversa; los objetos fetiche protegen de manera sobrenatural al portador; Stephen Snyder asegura que tener un fetiche no es nada extravagante y que estimularlos combate la monotonía; hedonismo y fetichismo no están necesariamente vinculados; <<el hedonismo suele aparecer tan sólo como elemento componente de la ética, como procedimiento para definir el bien>>; el deleite es el principio motriz fundamental; definir lo bueno a partir de lo placentero es una forma de simplificación de los problemas morales.
No se despejan del todo mis dudas de atuendo y sospecho que no sucederá. Decido entonces revisar las reglas de la fiesta: Rechazo absoluto a la homofobia, la transfobia, el machismo y el racismo en la pista de baile. <<Si sabes que este espacio no es para ti pero te da curiosidad visitar, por favor no lo hagas. No somos una visita a un safari>>. Cero tolerancia con el acoso. Lo que pasa en BULTO se queda en BULTO. <<Si vas a jugar, juega seguro>>. Nada de fotos, dice el listado: nada de videos. No obstante me percato de que en cada evento hay una o un ilustrador invitado.
Pez Alado, el colectivo feminista, hizo hace unos meses una especie de monitoreo del espacio y de los protocolos de seguridad. Le pregunto a Luisa Fernanda cuáles fueron sus apreciaciones.
—Es un espacio supremamente transgresor en muchos sentidos. Combina el hedonismo y la libertad sexual con un respeto muy claro de lxs demás y el consentimiento. No puedo afirmar que no ha existido ni un solo caso de acoso/abuso al interior de la fiesta, pero definitivamente promueve un respeto individual y colectivo que existe en pocos espacios en Bogotá. Y creo que lo más importante es eso, hay un acuerdo claro de qué es el consentimiento y cómo la libertad individual de vestirse de determinada manera, o que todxs estemos en un mismo espacio reducido, no significa que todxs están dispuestos a lo mismo.
Decido verme días antes del evento con El chico sin cabello de pan, el artista plástico y diseñador gráfico convocado para ilustrar algunos momentos de una noche para la que muchas personas se preparan con entusiasmo, publicando instahistorias de sus atuendos, casi todos salpicados de una estética bondage.
— ¿Ya tiene la percha?
—Ésta —se señala a sí mismo: saco cuello tortuga, pantalón negro de bota recta, gafas de lectura, septum—. Mi fetiche es ser ñoño.
—En serio.
—Solo conseguí una malla negra.
*
BULTO es una fórmula bastante simple que funciona en muchos lugares. Somos una fiesta de techno donde prima la libertad y el hedonismo. El hedonismo puede significar muchas cosas. En nuestro caso, creemos que va atado a la liberación sexual. Por eso establecimos dos precios de entrada, la regular y la fetichista, esta segunda gozando de un descuento o beneficio que se da a las personas que se adhieren al código de vestuario fetichista. En realidad, esto puede significar cualquier cosa: para algunxs es el cuero, para otrxs el látex. Otrxs sienten excitación con la ropa deportiva. Puede ser algo tan sencillo como transparencias o simplemente desnudez.
Lo fetichista es lo que a cada persona le guste.
Aquí no juzgamos.
*
La fila de entrada es un ciempiés hecho de abrigos oscuros. Salvo dos hombres que ingresan encadenados uno al otro, el fetichismo aún se mantiene velado. Entro a Video Club, en medio de la confusión de asfalto y polución que llaman Chapinero, poco después de las diez de la noche acreditado por los organizadores, quienes autorizaron mi presencia como reportero siempre y cuando la crónica esté acompañada de sus voces. No se me aplica el filtro fetichista así que nunca sabremos si cumplí con el código. Justo antes de que me pongan la manilla y me entreguen un condón y me digan que si necesito puedo bajar por más, alguien me toca el hombro.
—Afuera hay unas trescientas personas que no van a entrar —me dice Daniela Pomés, la bouncer del club quien además, como reportera del mismo medio para el que trabajo, entrevistó a los organizadores para este texto—. Hay gente haciendo fila desde las cinco. Pero no hay más boletas.
Me resulta imposible no recordar una conversación que tuve con un Dj a quien se le atribuye la consolidación, hace casi dos décadas, de una escena electrónica under en Bogotá. Él tuvo un club bien importante para la movida drum and bass y hard techno, y me dijo que en repetidas ocasiones alquiló el espacio para fiestas de osos. A medio camino entre el asombro y el desconcierto, me explicó que eran fiestas organizadas para hombres homosexuales peludos. Muchos llegaban encorbatados, me dijo: pero terminaban empelotas bailando, resudados.
Mientras subo las escaleras me voy percatando de que las cosas acá son distintas. Por ahora. Aún la desnudez no es absoluta y eso me resulta muy sugestivo: el indicio, la sospecha. Hay un esmero estético muy claro en las personas que pasan a mi lado, lo cual le otorga al club, bajo sus neones y dentro de la atmósfera húmeda, un aire a veces ciberpunk, a veces sadomasoquista. Me detengo. Intento detener mis pensamientos. Una mujer delgada con el torso metido en un aparataje de correas y aros plateados me mira desde arriba directo a los ojos por varios segundos. A su lado hay un hombre musculado con una pechera de cuero. Hacen fila para dejar sus chaquetas en los casilleros. En medio de tantos cuerpos expuestos parcialmente, tiene mucho encanto mirar a las personas a los ojos.
*
Si bien la escena techno en Colombia va en crecimiento, siendo honestos es una escena tremendamente machista y heteronormada. Cuando salíamos de fiesta, sonoramente quedábamos satisfechos, pero a pesar de eso nos regresábamos a nuestras casas con la sensación de que algo nos hacía falta.
Nos hacía falta un espacio donde pudiéramos ser verdaderamente libres con todas las imperfecciones que eso conlleva. No queríamos un lugar donde nos “toleraran” o que fuera “gay-friendly”, porque, ¿a quién engañamos?, ninguno de nosotros necesita ser aceptadx o aprobadx por nadie.
Duramos unos dos años analizando si realmente sería una propuesta necesaria y relevante. Mucho de ese tiempo de planeación, no lo vamos a negar, dudamos de la idea. Sin embargo, esa misma necesidad y esa sensación interna de que algo hacía falta se hizo cada vez más difícil de ignorar, así que un día simplemente decidimos dejar de dudar y le pusimos fecha y lugar, siendo el 16 de febrero de 2019 el día de nuestra primera vez.
Decidimos hacer nuestro primer evento en un local que normalmente funciona como unas cabinas XXX para la comunidad gay en Chapinero. Estableciendo ese contexto, era mucho más fácil que la gente entendiera para dónde queríamos que fuera direccionada la propuesta.
*
Siento el sistema de sonido y sus decibeles hacer estragos en mi caja torácica. Double Penetration están mezclando duro. Re duro. Me da la impresión de que a pesar de que suena a techno sacado de las entrañas de una factoría de hierro, pesado, estridente y de cierta oscuridad, los tracks son sensuales como si de eurodance se tratara. Aunque la pista de baile ya está bastante llena, me abro paso con suavidad, bailando. Un hombre bastante más alto que yo con un bozal de cuero muy estructurado, rematado en los bordes con taches plateados, me invita a bailar sin decir una palabra y sin tocarme, manifestándolo con algunos movimientos y la cadencia de su devenir. A su lado, de espaldas, veo dos cuernos imponentes que sobresalen por encima del público, emergiendo de la máscara de otra persona. Me quedo bailando un rato con el tipo del bozal pero sus pasos son perezosos y me aburro. Avanzo hasta quedar frente a la cabina de los Djs, que se ha convertido en una suerte de púlpito de adoración musical. No sé si se trata del entusiasmo colectivo o el éxtasis, no sé si es producto del arrebato o del rapto del frenesí, pero la montonera —que no es poca— no me resulta asfixiante, como sucede en los festivales. Estoy rodeado en trescientos sesenta grados, el espacio personal vital desaparece como dentro de un bus en hora pico, pero no temo que me roben. Parece que los asistentes nos movemos en torno a un ritual multitudinario casi involuntario que lidera la pareja de Djs.
Giran los leds. Tengo los ojos cerrados. Giro yo como si un río de sudor ajeno me arrastrara. El piso está húmedo, salpicado. Hay mucha energía circulando. Abro los ojos y veo todo rojo. Azul. Rojo. Quedo enceguecido. Bajo la cabeza en busca de sosiego: no volveré a mirar de frente la fuente de luz. Al abrir los ojos de nuevo me estrello con la silueta de un hombre arrodillado frente a otro. No entiendo muy bien cómo ha logrado hacerlo entre el gentío pero él y quien está en frente lo están disfrutando. Veo uñas hundiéndose en piel. El que está de pie proyecta el rostro hacia el techo. Se acuclilla, se levanta el arrodillado. Logro verle la cara —rubio, cabello encima de los hombros, bucles leves, rasgos de otro país, dientes de diseño— y él se percata de que lo estoy mirando. Justo cuando se dirige hacia mí, sonriente, miro hacia la izquierda y una mujer que está a mi lado me ofrece una cadena larga de eslabones gruesos que está conectada a una correa bastante apretada a su cuello. Sino casi inexpresiva, la mujer de rostro fino, ovalado, me parece un poco entristecida. El pelo castaño le cubre parte de la cara. En la penumbra solo puedo verle un ojo. Tomo la cadena con una mano. Desconozco el protocolo y todo lo que se me ocurre es bailar, sacudiendo la cadena. Quizás debería preguntarle cómo se llama lo que está haciendo, pienso, o quizás explicarle que voy a escribir una crónica. ¿De qué se trata esto? ¿Qué debo hacer con la cadena? Pienso en un par de preguntas más mientras no dejo de moverme frente a ella, que permanece quieta, imperturbable, los brazos colgando a cada lado. Pienso, pienso, pienso, pienso. Y bailo. Me arrebata la cadena de la mano y me da la espalda.
—Quería que la paseara —me dice luego alguien.
—Hace parte del juego de dominación —asegura otra persona.
—Es algo performático —concluye otro.
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No nos estamos apropiando culturalmente de nada: estamos recuperando lo que históricamente nos pertenece. La música electrónica, desde sus inicios, nació de poblaciones marginadas, excluidas, que buscaban un espacio seguro donde sentirse libres. Tanto el house como el techno, entendiendo la diferencia de procesos entre Chicago y Detroit, nacieron de gays, negros y latinos.
Lo que comenzó como una “prueba piloto” de una fiesta techno dirigida a una minoría, se ha convertido en un refugio enorme para muchxs que han entendido que, dentro de nuestras cuatro paredes, los prejuicios y la discriminación —solo por una orientación sexual o identidad de género— quedan por fuera.
Lamentablemente en un país godo y católico como el nuestro, cualquier persona que se salga de los estándares “normales”, se va a ver expuesta a algún tipo de violencia en algún punto de su vida. Lo que nosotros podemos ofrecer es un refugio, un espacio seguro, lejos de estas violencias, donde cada quien tenga la posibilidad de ser verdaderamente libre, lejos de los prejuicios. Nos gustaría hacer más, pero este tipo de problemáticas demandan cambios estructurales en la sociedad. Por ahora, le hacemos frente como comunidad y como evento, propiciando un espacio seguro donde los asistentes puedan explorarse de manera individual en un espacio colectivo y, si es posible, donde se puedan olvidar de discriminaciones o violencias que hayan vivido antes.
BULTO es un descanso de la realidad que debemos afrontar día a día.
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Sobre la tarima que hay del otro lado de la pista de baile empieza una demostración de amarres. Una persona de pelo largo es atada por otra de pectorales trabajados a diario con mucha devoción. Veo los lazos correr por la piel. Van dejando marcas. Los nudos me resultan complejos, apretados. La persona de pelo largo lleva un enterizo playero multicolor, ochentero, y es quien en medio de expresiones de placer y sudor permite ser dominada. Las cuerdas se cruzan, nunca se enredan, como culebras moviéndose con prudencia dentro de un nido. Es misterioso lo que veo, oscuro pero iluminador: entre quienes dan el show hay envidiable romanticismo. La persona de pelo largo queda, finalmente, inmovilizada, a merced. Pienso en algo que leí antes de venir mientras intento encontrar su rostro entre las tiras de pelo mojado: en el bondage el placer está en la vulnerabilidad del sumiso.
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En una sociedad reprimida por la religión como la nuestra, la búsqueda del placer es algo obligatorio para encontrar y mantener nuestra sanidad mental. En una sociedad que ha normalizado la violencia, la existencia de un espacio donde todo lo que queremos hacer es divertirnos, pasarla bien y olvidarnos de nuestros problemas, es absolutamente necesario.
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CEM lanza ‘Hydraulix 17 (A1)’, de D.A.V.E. the drummer. Enloquezco con su bpm al ritmo de una lavadora futurista en funcionamiento. Al terminar el track, decido descansar un poco. Mis rodillas necesitan tregua. Camino hacia el baño —mixto, por cierto— y en la entrada me encuentro con un amigo con el que tengo el hábito de hablar en toques de techno sobre música, abducciones y otros temas que cobran vital relevancia en estos espacios sobreestimulados.
—¿Qué opinión le merece el set? —quiero saber.
—CEM está pasando por muchos ritmos —a mi amigo le cubre la cara una tela traslúcida verde neón a juego con el color de su pelo, y responde de manera pausada—. Le apuesta más a la sensualidad, creo. Ha lanzado unos sonidos muy disco, pero se está atreviendo a crear atmósferas extrañas, raras. Está botando bases rítmicas que me hacen pensar mucho en el drum and bass. No sé si la palabra sea furor. Estoy tratando de recordar una palabra que se usa mucho en la guerra.
—Creo que me subió más la presentación de MCMLXXXV.
—Él se tiro un techno más contundente, sí, pero a pesar de eso, por el ambiente hedonista, todo podía tornarse muy sensual.
—Es cierto.
—La fiesta ha tenido muchos momentos de una atmósfera muy luminosa, de tranquilidad.
—Esta fiesta me hace recordar una novela —le digo— que leí hace muy poco sobre una comunidad de personas desnudas que viven en una casa y que son sometidas por un grupo de personas vestidas que van cada tanto a esa casa a hacer fiestas. La novela la escribieron en Chía en los noventa.
—¿Quién?
—Evelio Rosero, es bogotano. La novela es muy extraña. Y bella. Es bellísima. Y perturbadora. Yo no sé si clasificarla como ciencia ficción. Los desnudos, a diferencia de los vestidos, poseen los dos órganos sexuales y pueden procrearse a sí mismos.
—Ushhh —me mira con las manos a lado y lado del rostro.
Estoy pensando mucho en la novela. No puedo evitarlo en estas circunstancias. Pienso en los desnudos que creó Rosero, los que intentan confundirse entre los vestidos pero si acaso logran ser seres vestidos inferiores, chichipatos, y terminan convirtiéndose en sirvientes para sus fiestas. Es medio colonialista el asunto, me parece a mí, le digo a mi amigo: es decir, el conocimiento siempre va de vestido a desnudo, los hábitos que se deben aprender para ser mejor son los de las vestiduras, las muertes y los ritos que en realidad cuentan son los de los vestidos. Me quedo callado y sigo pensando en el narrador mientras me recuesto contra el muro que conecta con el baño. Pienso en un desnudo de pelo rojo hasta los tobillos y uñas larguísimas que se niega a ser parte de ese sometimiento y decide encerrarse en un closet. Él narra la novela. Él observa todo lo que sucede en esas fiestas desde un roto en la pared.
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La música es la razón de ser de BULTO. Más allá de todo el morbo y el amarillismo que puede despertar el evento, nuestro enfoque ha estado en la curaduría que realizamos por medio de nuestros bookings. Sea con artistas nacionales o invitados internacionales, nuestra prioridad ha sido tener a los artistas de nuestros sueños tocando para nosotros y demostrarle a toda la escena que el talento de artistas que se identifican como queer es inmensurable.
Todos los artistas son bookeados para tocar sesiones extendidas de mínimo cuatro horas, algo que lamentablemente cada vez pasa menos por el afán de llenar un cartel de muchos nombres pero con pocas horas para cada propuesta. Todo esto ha logrado que la fiesta se haya ido creando un nombre y una reputación entre los mismos artistas, tanto así, que tenemos artistas que encabezan los mejores eventos del mundo siguiéndonos y diciéndonos que la próxima vez que estén por Sudamérica o Colombia, quieren venir y tocar para nosotros. Y esto es algo que nos vuela la cabeza. Para nuestro aniversario, por la coyuntura, trajimos por primera vez a los fundadores y residentes de la icónica fiesta Herrensauna (Alemania).
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—Esta es una fiesta de pepa, no de ácido.
Me parece plausible la opinión. Sin embargo, y como ando muy hablador, le pregunto a alguien que mientras baila desliza los dedos con delicadeza por su cuello y rostro, como quien busca reconocerse, si está de acuerdo con esta apreciación. Me dice que no: no es fiesta ni de pepa ni de ácido.
—Esta fiesta es de popper.
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El consumo hace parte de la sociedad: no de la noche ni de una fiesta específica. Nos parece mucho más sensato reconocer esto y tomar posiciones que ayuden a la reducción de daños antes de ser prohibicionistas; ya sabemos que eso está condenado al fracaso. Desde nuestra comunicación y durante el evento, siempre se ha hecho énfasis en el autocuidado y aprender a conocer los límites personales. También dejamos claro que si alguien en algún momento se llega a sentir mal, sea por la razón que sea, no tenga miedo de pedir ayuda. Aquí no te vamos a requisar, decomisar lo que tienes, ni sacar del evento, solo queremos ayudarte a que te sientas mejor. También se refuerza mucho el sentido de comunidad: si vemos que alguien que tenemos al lado necesita un trago de agua, se lo damos. Algo tan sencillo como eso puede hacer toda la diferencia.
Desde hace ya seis meses comenzamos a dar sin costo en nuestros eventos tabletas de magnesio, un mineral esencial que ayuda a reducir el bruxismo causado muchas veces por consumir sustancias estimulantes. Para nuestra sorpresa, esta simple acción caló tanto con nuestros asistentes que en la mitad del primer evento en el que decidimos darlo, ya todo el magnesio se había agotado.
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Todo lo que queda en la tarima es una bola de papel de cocina con rastros pardos, colorados. Me quedo mirando fijamente ese objeto simple, aparentemente insignificante, y a dos personas que hay a mi lado les parece extraña mi actitud. No los culpo. Uno de ellos me ofrece agua. Supongo que le preocupa que esté malviajado. Le recibo. Le devuelvo la botella, doy las gracias y vuelvo a concentrarme en la bola de papel. Para nada insignificante, pienso: aún contiene —aún es capaz de contener— los restos del desborde de pasión que acaba de suceder. Vi cuando el hombre que le secaba las nalgas al protagonista del fisting anal hizo bola el papel y lo lanzó. Vi cuando rebotó y mientras rebotaba una, dos veces, la bola de papel, el protagonista se sentó sobre sus canillas después de un acto vertiginoso —lúbrico, lascivo, incluso pulposo— que duró, creo, media hora o más: un acto en el que no solo participó un cuerno negro más grande que un antebrazo y el puño de un hombre en tarima, también la mano de un asistente. Antes de que lo ayudaran a bajar, antes de quedarme mirando la bola de papel como lo hago ahora de manera incansable, le pregunté al protagonista notablemente agotado cómo se sentía.
—Muy bien, muy bien, me siento muy bien. Fue deli. Me siento bien.
Luego, sonriendo, me dijo:
— ¿Te gustó?
*
La palabra principal: libertad. Dar la libertad y, sobre todo, propiciar espacios físicos para que las personas que quieran tener sexo, puedan hacerlo. Eso sí, todo dentro del consentimiento y acuerdo mutuo de personas adultas.
En Colombia existen muchos lugares para que las personas expresen su sexualidad, lo que pasa es que nunca habían coexistido en un espacio donde simultáneamente sucede una fiesta de techno. Creemos que la gran mayoría de sitios, ya sea saunas, videos, cabinas, o clubes sexuales, por un tema de oferta y demanda, están dirigidos a la comunidad gay. Pero sería absurdo negar la existencia de los bares swingers, por ejemplo, dirigidos a la comunidad hetero y bisexual.
Inventariar la fiesta describiendo todo lo que sucede adentro es un poco acabar con su magia. Preferimos invitarlos a que lo descubran, eso sí: dejando todos los prejuicios o el morbo en la puerta.
*
Entramos al cuarto oscuro que instalaron en el primer piso como una tarjeta plástica en la ranura de un cajero electrónico. Ladeados, ella —mi pareja— primero y luego yo, nos abrimos paso. Escuchamos unos jadeos, besos húmedos, bisbiseo, incluso hablamos en las tinieblas con un tipo que está postrado en una esquina, quieto, y nos dice que si alguien lo invita a participar él con gusto se pone en la tarea.
Fue entrada por salida.
De regreso me quedo abrazado a una amiga en una de las escaleras que conectan con la pista de baile. La fiesta está por terminar.
—Es raro —me dice— ver tantos cuerpos masculinos desnudos, tan sexualizados. Estoy habituada a ver cuerpos femeninos sexualizados por excelencia.
—Lo cual es una boleta.
—Sí. La publicidad y la información mediática está llena de desnudos femeninos. Es falocentrismo: una boca chupando una paleta. No sé qué sentir ante esto. Además, poder sentirme atraída por un hombre, poder admirar la belleza de un hombre me parece muy difícil, pero eso tiene que ver con reflexiones que he tenido sobre el machismo. Hace un momento estaba bailando y miré hacia las escaleras: había un chico de pie y uno arrodillado haciéndole sexo oral. Los dos estaban sintiendo mucho placer, ambos volteaban los ojos. Solo me he visto a mí misma en ese tipo de situaciones, frente al espejo. Ahora que lo pienso, esas personas buscan ser miradas y saben qué caras las están viendo. Yo me miré con uno de ellos mientras pasaba. Luego volteó los ojos. Le agarraba con mucha fuerza la cabeza al otro muchacho. Tenía una verga grandísima y se la metía hasta el fondo. Yo nunca he podido hacer eso, me vomito.
*
BULTO es solo un nombre, que más que por ser masculino, se escogió por su connotación erótica. Creemos que una de las herramientas más poderosas para que alguien se sienta bienvenido en un lugar, es verse representado en el cartel, por eso más que hablar, preferimos demostrar con acciones, por ejemplo, los line ups diversos que hemos propuesto desde el comienzo. Es por esa razón que nuestro segundo evento se llamó Female Future y nos atrevemos a decir que fue el primer line up del país con enfoque en talento femenino queer. Nuestro evento de Pride, sin duda la fecha más importante para nuestra comunidad, tuvo como headliner a Juana, una DJ increíble de Washington que hace parte de Discwoman, el colectivo feminista más influyente de la escena electrónica.
*
Finalmente vuelvo a mi casa. Está amaneciendo y por la teja traslúcida del patio entra una luz extraña: la claridad del trasnochado. Me desvisto deseando echar un sueño largo que me devuelva la vida mientras en la calle comienza el día. Tiro la camiseta cortada por encima del ombligo a la cesta y al sentir una brisa helada recuerdo otra vez la novela de Evelio Rosero, Señor que no conoce la luna. Busco el libro y leo esto para conjurar mi descanso:
<<incluso en nuestra casa suelen desvestirse a medias; siempre tienen puesto algo, la camisa, un pantalón, o los zapatos; acaso no desean sentirse y contemplarse semejantes a nosotros, pues aparte de los dos sexos nos diferenciamos de ellos únicamente en nuestra total incapacidad para vestir (…) he oído asegurar que una vestimenta nos incendia la piel, pero no me consta, no lo he presenciado; oí decirlo alguna tarde, sin lograr distinguir el rostro de quien lo afirmaba. Recuerdo su voz, vehemente, aterrada; aseguró que descubrió a un desnudo en el momento mismo de probarse los atuendos de un visitante, y que tan pronto puso en su cuerpo la última prenda cayó envuelto en llamas y desapareció>>.